miércoles, 12 de agosto de 2009

Altillo abandonado

Es tan sólo un altillo vacío. Muebles rotos se apilan sin orden alguno. Por una ventana situada en algún rincón inportuno entra una luz amarillenta que parece ensuciar aún más la estancia, ya de por sí sola repleta de polvo. Sólo hay movimiento en un rincón oscuro donde un antiguo tocadiscos estropeado gira emitiendo siempre la misma nota. Como si esta le fuera a liberar del polvo que lo recubre a él y a todo el altillo. Como si así pudiese revivir y dotar de la anhelada vida que algún día poseyó al cuarto donde su penosa nota repetida apenas se oye entre las paredes, apenas se eleva hacia el techo y se aleja entre las rendijas para perderse y no volver jamás.

¡Oh, el altillo! El misterioso altillo de cuya vida no sabemos nada (ni sabremos nunca) salvo la soledad del momento, la angustia del silencio frío que lo envuelve con un manto del que nunca volverá a resurgir. ¡Qué importa el pasado, el futuro o el presente! No hay esperanza para el olvido.

domingo, 9 de agosto de 2009

Poemas 11



Anochecer y estrellas

Al anochecer, lloran los pájaros solos.
Más lejos, se extiende el delicado vuelo
de una mariposa.
No hace falta saber de estrellas para contemplarlas
en la inmensa soledad de un rincón vacío.




El Río

Todos volvemos sobre nuestros pasos mojados al Río
y besamos de nuevo el agua pura y cristalina
con la que algún día soñamos.


Diario del muerto en la oficina
(Mezcla mía de los poemas: "El muerto", de José Hierro; y "Oficina y denuncia", de García Lorca)

Os escupo a la cara.
Sí, a todos vosotros que moriréis como yo,
ahogados en la sangre de una multiplicación inacabada.
Vosotros, asesinos de patos, de vacas, de ríos
emborrachados en aceite sucio.
Vosotros, los que nunca sentisteis la delicadeza
de la flor en la mano
ni os pinchasteis con la leve aguja del pino.
Humanos sin tierra ni aire,
sin manos para crear más cosas bellas en este mundo,
solo con pies para dejar huellas de destrucción marchita
a vuestro paso, levantando de los animalitos torturados
lamentos que se oyen por todo el valle donde el mundo entero se congrega
a seguir ciego y sordo vuestros pasos serios.
Vosotros, moriréis en silencio y olvidados,
verdes pastos de hierba ocultarán vuestro camino.
La naturaleza siempre resurge de las cenizas
desde el monte más alejado donde cantan los pájaros
y sólo aquel que la observe apasionado con felicidad muda,
sintiendo la alegría temblar en sus manos; sólo aquél
no podrá morir nunca.


Muerte

¿Qué queda cuando la vida,
la triste vida que llevamos siempre a la espalda,
decide, por fin responsable de sus actos,
ocultarse tras el marco infinito de la muerte?

Cuando sólo puedes llorar a carcajadas,
tienes un último segundo para hacer algo.
Uno, ¿dos? No hay dos.
No te preocupes, ya pasó todo.

Cuando puedes tumbarte a descansar en la cama
quieres soñar pero, de repente,
llevándote las manos a la cabeza
como una flor marchita que pliega sus pétalos,
descubres que no quedan sueños.

No hay árboles, ni hierba, ni flores en el parque.
¡Qué digo! No hay parque.
Ni lluvia tras la ventana cuando buscas las lágrimas
de tu propia imagen reflejada.

Quieres entonces volar,
por fin sin ataduras, sin cadenas ni celdas.
Has de volar
libre. Eternamente libre.

Volar más lejos de lo que ningún vivo llegó
con sus estúpidos aviones de plata.
Volar como un amante sin alas
hacia el frío anochecer oscuro,
ya olvidado.

Amanecerá, después, de nuevo todo reverdecido,
presa del irresistible encanto de la falsa primavera.
Un nuevo día creerá ver la luz
entre las oscuras ciénagas de madera podrida.

Y nosotros, espíritus del olvido,
pájaros negros de la noche,
volaremos todos juntos, sin vida y melancólicos,
con el aullido silencioso de una manada de lobos.


Caballito blanco

Más allá de la luz, hay una pequeña lámpara gris.
En la calle, hace frío. Lo sé (aunque no lo sepa).
Quizá sean las estrellas las que me hablan.
Qué digo, las estrellas. Las putrefactas luces de la ciudad
me impiden verlas.
Allá lejos, suspira un pájaro. Teme por la tardanza
de la primavera en habitar esta ciudad de gris cemento.
Más lejos aún, una amapola (o quizá sea un tierno caballito blanco).
Después de todo, siempre hay más nada que vivir.
Que soñar.
Miro por la ventana (tampoco tengo esperanzas de ver nada).
Abajo, en la calle opaca de acera oscura,
trota un pequeño corcel pálido.
¿O solo es, de nuevo, un sueño?


Hola

Hola. ¡Qué fácil decir hola! Una palabra tan sencilla...
Hola, sigo escribiendo. Pero... ¿cómo seguir?
Hola, es de noche.
Hola, en el cielo se iluminan las estrellas
y en la calle las farolas.
Hola, me pregunto si hará frío allá fuera,
si no será tan acogedora como parece la noche.
Hola, aquí sí pues me hace recordarte, aquí
(sí, en mi pequeño cuarto iluminado por una lámpara gris).
Hola, ¿por qué? ¿Por qué te recuerdo?
¿Por qué sigo diciendo hola?
Hola, te quiero.


Cemento negro

Limones grises. Amanecer sangriento.
Amarillentas piedras se ocultan (las pisamos).
Pájaros blancos sobre el cielo. Quizá solo sean (de nuevo) aviones.
Rascacielos altos. Detrás, un pobre mendigo muerto.
Siempre. Siempre son los mismos giros de aguja
de un mismo reloj impasible. Nos observa en lo alto.
No hay ningún sitio al que escapar.
No hay esquina, rincón oculto.
Todo lo absorbe su manto. Manto de sangre.
De cemento negro.
De hierba y flores huidos para siempre.


Más allá

Más allá de las lágrimas, hay un pálido cristal transparente.
Más allá de las ventanas, el viento mece la hierba y los árboles.
Más allá de los árboles (y la hierba), hay un parque.
Más allá de los parques (arriba), se estrella el cielo ennegrecido.
Más allá, hay más cielos iguales.
Más árboles (y hierba), más parques.
Más allá de otra ventana semejante, hay otra persona.
Quizá esté pensando en lo mismo.