miércoles, 24 de junio de 2009

El bar

No recuerdo nada más allá de la llegada a aquel bar (“La vida”, se llamaba). Fumaba algo extraño (no sé qué era ni por qué lo fumaba, nunca lo había hecho). Había más gente (de eso estoy seguro) pero, sin embargo, tampoco me queda recuerdo alguno de ellos. No debí fijarme. Busqué una mesa vacía y me senté en la carcomida silla.

-Camarero, una cerveza, por favor –pedí en voz alta.

Recuerdo que fue la primera. La primera cerveza de aquella noche y la primera de mi vida. Siempre había rechazado el alcohol. No recuerdo qué había cambiado aquel día, ayer, esa noche. Fue la primera, la primera de muchas más.

De repente, algo cambió en el ambiente. Se tensó, adquirió un espesor aún más abundante del que ya rebosaba. Nadie se dio cuenta, sólo yo (qué digo, si no había nadie más… ¿o no era así?). La pared a mis espaldas se derrumbó sin apenas hacer ruido. Solté la cerveza que llevaba entre las manos (o quizá ya había desaparecido antes) y me giré. Había un gran hueco por el que se podía ver una calle oscura, un cielo oscuro y, quizá, más lejos, alguna resplandeciente estrella. Entró al bar por el hueco un hombre (mujer o lo que fuera) envuelto en una larga túnica negra con una gran capucha sobre la cabeza cuya sombra ocultaba toda su cara. Caminaba lento, como si no hubiera prisa, como si pudiera estarle esperando por toda la eternidad (sí, lo esperaba; o, mejor dicho, no me podía escapar, estaba inmovilizado), y solemne, inmensamente solemne. Un escalofrío recorrió mi espalda ¿Sería el alcohol? Siempre había oído que hacía delirar.

Intenté hablar, pero también tenía paralizada la boca. Después de algunos instantes (siglos) de pasos lentos, llegó a mi lado por fin (¿por qué digo “por fin”? ¿Acaso lo esperaba?). Se quedó quieto delante de mí, cara con cara (misteriosamente yo había acabado de pie). Se descorrió la capucha con parsimonia (como si pudiera esperarlo eternamente). Entonces pude ver su rostro. O mejor dicho, sus ojos, ya que no pude apartar la mirada de ellos. Eran grandes, qué digo, pequeños, inmensamente grandes, inmensamente negros y eternamente profundos. Apenas los miré y supe que en ellos me esperaba una caída sin fondo. Extendió el brazo y posó su esquelética mano sobre mi cabeza. Era fría, muy fría, mucho más de lo que nunca había sentido y de lo que pudiera haber imaginado. Me tocó y todo se volvió negro (¿o fui sólo yo quien se volvía negro?). Y caí, caí, caí. Más allá de sus ojos.

Desperté a la mañana siguiente (ya hoy) con las primeras luces del alba, abandonado en un extraño callejón. Lejos, se podía oír el sordo murmullo de olas del mar aleteando contra el paseo de piedra. Me levanté de un brinco, no sé si sorprendido, traumado o alucinado aún, pero me mareé y volví a caer. Decidí esperar y simplemente me quedé sentado. Después de un rato (siglos), me levanté. Empecé a caminar, reflexionando. Acabé aún más perdido y desconcertado que antes (aunque… ¿estar perdido no es acaso una forma de encontrarse?). Tuve una idea. Volvería al bar de ayer. Volvería, pero esta vez no bebería. Quizá entonces comprendiera.

Empecé a buscar, esta calle, otra, aquella en la punta más distante de la ciudad… Me pasé todo el día buscando en cada calle y cada rincón mínimo. Anocheció de nuevo y no había encontrado el bar. Mis pies habían acabado llevándome al mar. Habían seguido el deseo no expresado de mi mente de oír de nuevo su aleteo. Me apoyé en la frágil barandilla de hierro azul del paseo, de cara al mar. Lo contemplé, hundí mi mirada en la suya. Caí, caí, caí. Por fin (¿qué digo por fin? ¿Acaso lo había estado esperando?) comprendí. Ya no existía aquel bar de anoche. Había caído conmigo en la profundidad de esos ojos negros, los del mar.

martes, 16 de junio de 2009

¿Realidad o sueño?



I

Las mismas finas y rígidas láminas de múltiples colores se extendían hasta donde alcanzaba mi vista y crujían bajo mis pisadas. Varias esferas luminosas brillaban en el cielo y emitían bellos rayos de luz rojos, naranjas, amarillos, verdes, azules, añiles y violetas, que se reflejaban sobre las brillantes gotas húmedas que descansaban sobre las láminas. Las esferas siempre estaban allí, por lo que hablar de días era totalmente falso (la procedencia de dicha forma de expresar el paso del tiempo me es desconocida), por lo que lo más correcto era decir que, simplemente, pasaba el tiempo.

Yo llevaba mucho caminando. Sí, caminando, sin más, no había camino, ni zonas oscuras ni claras, solo había finas y rígidas láminas abajo que crujían bajo las pisadas y las perpetuas esferas en lo alto. Sí, supongo que os lo imaginaréis, pero lo corroboro: era muy, muy aburrido. Caminaba monótona y automáticamente, como un animal irracional, con la cabeza baja y la mirada perdida. Mis pensamientos… creo que es arriesgado decir que los tenía. Lo mismo que mis sentimientos.

Un día (o, mejor dicho, una vez), cuando ya había perdido toda esperanza de encontrar algo que no fuesen las láminas abajo y las esferas en lo alto, caminaba monótonamente cuando, de repente, choqué contra algo. Del susto caí hacia atrás. Me levanté alertado y desconcertado. Nunca había encontrado nada, ¿qué hacer ahora que lo había hecho? Me dije que primero lo mejor era observar, así que levanté la mirada.

Tal era el grado de mi ensimismamiento que ni siquiera me había dado cuenta de que hacía rato había sido cubierto por la sombras (aquí, donde siempre todo estaba iluminado), pues sobre mí se elevaban dos inmensas moles. Tardé un momento en darme cuenta de que eran seres, seres vivos, pues se movían. Este movimiento fue lo segundo que me llamó la atención en ellos (después de la altura): caminaban al mismo tiempo, siendo la pisada de uno una réplica de la del otro, solo que con pies contrarios (izquierdo o derecho). Me quedé mirando fijamente su andar durantes unos instantes, absorto ante su perfección. Lo siguiente que me llamó la atención fueron sus colores, totalmente opuestos: uno era blanco, el otro negro.

Continué andando para no perderles e intenté llamar su atención de todos los modos posibles. Sin embargo, no contestaban, parecía que no notaban que estaba allí. “Después de todo, soy minúsculo en comparación con ellos”, pensé, algo entristecido, pues parecía que iba a seguir sin encontrar compañía, compañía de verdad.

Me quedé parado, contemplando cómo se alejaban. Izquierda, derecha. Derecha, izquierda. Tan perfectos. Tan solemnes. Tan opuestamente iguales.

Los perdí en el horizonte y seguí caminando, ahora en otra dirección. Esperanzado, pues ahora sabía que no estaba solo en “esto”, avanzaba con la mirada alta y viva buscando algún otro ser. Seguí así mucho tiempo hasta que volví a caer en la monotonía y el aburrimiento, en la mirada baja y el ensimismamiento, sin encontrar a nada ni a nadie, mientras las finas y rígidas láminas de múltiples colores continuaban con su eterno crujido continuo bajo mis pies y las esferas seguían iluminándolo todo. Casi hasta echaba de menos la compañía de aquellos dos magníficos seres.

Llegó una vez (no un día), quién sabe después de tanto tiempo en este profundo estado de insensibilización, que me detuve extrañado. Cada vez lo notaba más fuerte. Aquí, allá, izquierda, derecha, arriba, debajo, delante… Ese tintineo en el silencio, esa suave magia poderosa que desde hacia mucho, sin yo saberlo, me había estado atrayendo hacia un punto fijo. Parecía que llegaba. “Por fin”, me dije, aunque tampoco sabía que esperaba encontrar como para decir eso. Desde luego, nunca podía haber imaginado lo que encontré.

Iba a dar un paso aparentemente como cualquier otro (mientras sentía la fuerza cada vez más cercana) en la eterna estepa laminada, pero mi pie no llegó a posarse. De repente, desapareció todo. Las esferas, las láminas, todo. Me encontré flotando en un vacío negro infinito. Pero me movía. Me fijé y me di cuenta de que un punto luminoso a lo lejos cada vez se hacia más grande. Me acercaba a él, o él se acercaba a mí (aunque prefiero pensar lo primero por ser lo menos irracional). Por fin llegué a su lado (o él llegó al mío). Era lo más bello que jamás haya podido ver y aunque viviera por siempre seguiría teniendo que decir lo mismo, estoy seguro. No podéis imaginarlo, pero aún así me molestaré en describirlo (inútilmente). ¿Cómo no hacerlo?

Eran grandes haces de luz, destellos de todos los colores imaginados y por imaginar, se movía como arrastrados por una leve corriente invisible que los hacía girar (aunque con órbitas totalmente imposibles de reproducir en palabras) entorno a un “algo” interno, un núcleo, un simple punto brillante en el centro. Lo más bello y aún más imposible de describir. Pensad en lo más bonito que hayáis visto en vuestra vida. Multiplicad su belleza (si es que se puede hacer tal operación) por infinito. Entonces comprenderéis a lo que me refiero.

Apenas duró este momento (que tanto me demoro en describir) un ínfimo instante. Sin embargo, siempre lo recordaré. Y, justo al final, cuando se me acercó el pequeño punto brillante. Se acercó a mi oído y susurró algo. Yo no lo entendí.



II

Vivo en un pequeño piso a las afueras de una ciudad pequeña. ¿Su nombre? Nunca me ha interesado, así que no puedo decirlo. Una ciudad cuyos edificios, al menos en la zona centro, son bastante feos (por qué negarlo), de colores grises y marrones. Quizá lo único que se salva es la bahía, donde se esmeraron algo más, aparte de estar también embellecida por el siempre brillante y oscuro mar. El clima es bastante bueno, nunca hace demasiado calor ni demasiado frío. También es bastante común estar cubierto por un triste manto gris con clara tendencia a llorar.

Ya ha pasado mucho tiempo, mucho. No, no soy tan mayor como podréis pensar por el comentario anterior, aunque, la verdad, nunca me he preocupado por mi edad, por lo que no la sé (tampoco me preguntéis por mi nombre, el caso es el mismo). Esa despreocupación por estos temas me hace volver a lo que decía antes de empezar a enrollarme, tiene su origen entonces, hace mucho tiempo, antes de que naciera. Recuerdo todos y cada uno de aquellos momentos (se podría decir que tengo una memoria prodigiosa), pero no como solemos recordar aquí. Pues “allí” (el lugar del que hablo) no había nombres, ni propios ni comunes (excepto los más simples), todo se definía por formas, texturas, olores, ruidos, colores... se dejaba a un lado todo el incómodo “mundo de los nombres”. Tampoco existían los días (aún no me he acostumbrado a ellos del todo), solo el tiempo. Por eso estas peculiares “manías” mías.

He preguntado a mucha gente si también recordaba todo lo que había sentido y “vivido” antes de nacer. Algunos me tomaban por un bromista y, o bien se reían, o bien seguían “la gracia”. Otros se limitaban a mirarme raro. Así, he decidido llamar a todo eso que recuerdo “sueños” (es tan incómodo dar nombres… solo lo hago para que me entendáis). Así se suelen llamar a las vivencias imaginarias, y he llegado a pensar que quizá lo sean, ya que nadie más las recuerda; y además nunca “en vida” he tenido lo que los demás llaman sueños, así que me parece un término adecuado. Ahora ya, después de toda esta aburrida explicación, podréis (lo que era mi objetivo desde el principio), ayudarme a responder a la pregunta:

“¿Qué es verdad, la “realidad” (después de nacer) o los “sueños”?


III

Es una sala blanca y fría que, unido al aparatoso pitido de alguna máquina cuya función desconozco, se podría calificar sin duda como incómoda. Hay demasiada luz y es un espacio muy pequeño en comparación con las grandes extensiones que a mí me gustan. Entre sábanas blancas, estirado y sin apenas moverse, en una camilla con estructura de hierro, yace un cuerpo. Bueno, no uno cualquiera, es el mío. Aunque tampoco sé que tengo de especial como para arriesgarme a decir que no soy uno cualquiera. ¿Mis “sueños”? Quizá…

De repente, algo cambia. El pitido empieza a ser cada vez más débil. “Se estarán acabando las pilas de la máquina.”, pienso sin llegar a entender mucho, “Aunque bueno, así al menos dejaré de oír el impertinente pitido”. Como si estuviera debajo del mar, me llega el amortiguado susurro de las cortinas que tapaban mi pequeño espacio (unas cortinas de un verde pálido, muy feo, la verdad). Pienso que será alguno de los niños grandes con bata blanca, guantes y mascarilla que suelen venir a visitarme (yo se lo agradezco mucho) y a contarme cosas que no entiendo. Yo sólo entiendo mis “sueños”, sin palabras, sólo formas, colores, olores, ruidos, texturas… Sin embargo, no he llegado a ver al niño de blanco, la luz penetrante se ha ido. “Por fin han comprendido lo incómodo que era”, pienso.

Ahora, ya tranquilo, vuelvo a replantearme la cuestión en la que tanto he pensado: “¿Qué es verdad, la “realidad” o los “sueños”?”. De pronto, venida como de un leve susurro incomprendido y lejano, halló la respuesta:

“No importa el nombre, ambos son lo mismo. La verdad, aunque sea mentira, es verdad si creemos en ella.”

Al fin podía descansar tranquilo. Y vivir de verdad…

Aire de amapola



Vuelan sobre el viento las amapolas desiertas.
Ríen, acompañadas por las bromas tristes
que apenas iluminan otra fría mañana.

Podrán ver los demás niños
desde las pequeñas ventanas de sus casitas
su amargo e inocente vuelo sobre el mar celeste.
Alzarán las manos
(esas rosadas manitas tiernas)
como queriendo alcanzarlas
y sus puños se cerrarán sobre el aire.

¡Aire!, gritará el vacío,
¡Nada más, aire!

Aire de amapola.

viernes, 5 de junio de 2009

Poemas surrealistas (influencia de "Poeta en New York")


I


El triunfo de las casetas ahogadas en aguas prohibidas,
de los llantos unánimes tras los filos de plata,
de la madrugada tras la crisis de ratones.
De viento en el vino y raíz sin límites
en la ahorcada alcachofa.

Los rifles centellean tras la angustia de cristal
y grita en el cielo el velo blanco abandonado
de una paloma.
Ya no hay más palabras encerradas,
atadas con una cuerda a la oscuridad inexorable
del camino y las amapolas.

Vuelven a caer grisáceos copos de asfalto
sobre la magnitud cerrada del sol verde
y mechones en las dulces aristas de las esquinas
del rumor apagado de los cuerpos secos.


II

¿No van a dormir los pájaros todos a un mismo callejón?
El azúcar habita siempre en iguales rascacielos altos
y la amargura en los bajos barrios.
Qué más da que el horizonte hable en uniforme muerto
si más negro será al alcanzar la hierba y la tierra verde.
En el frío temblor de una mariposa muerta
existe el grito de una mujer abandonada
y su niño embarazado,
existe el ángel sacrificado sobre el cuerpo del miedo
y la ausente sonrisa de la luna
que extiende su ronroneo en la perdida esquina del gato.
La playa lame la orilla de leve gris ceniza
donde los malditos se ocultan en sus calles de cartón
y vuela la espuma blanca del mar sobre abandonados sueños.



III

La fría quietud negra de la mañana se acumula
sobre el fugaz curso del río rojo.
Los secos cuerpos muertos entregan con pasión
su pequeña alma hecha añicos al diablo.
Tras el lejano cristal de perla se oculta,
asustadiza, la leve amapola gris.
En el cielo amarillento el fuego rasga el horizonte sin límites
y brinda a la muerte en una pequeña copa de vino.
Bandadas de cuervos ocultan las ácidas nubes lluviosas
y las olas de incienso empiezan a hacer estragos
en el inexorable avance del amanecer eterno.
Ya no hay peces más allá del mar.

Poemas 10


Soñaré


Soñaré. Soñaré con todos y cada uno de mis sueños
Aunque esta vasta mole de tierra, piedras y cemento
arranque al sol de su amanecer diario
y la luna se deje llevar por el halo negro del engaño
y oculte a las estrellas en aquella oscuridad infinita, la del cielo.

Aunque un rayo de luz me encierre entre su electricidad doliente
y sea un río desbordado quien me arrastre.
Y vuelen sobre el cielo pájaros negros, invisibles,
que empujen a las lágrimas a resbalar por mis mejillas.

Aunque dé un último paso al borde de un acantilado
y después yazca a sus pies, mecido por la levedad de las olas.
Aunque mi espíritu se interne en la eterna noche de la nada.
Yo seguiré soñando.


Desván olvidado

Bajé las escaleras.
(Crujían bajo mis pies,
carcomidas por las termitas
que dibujaba de pequeño).

Encontré el desván cubierto de polvo,
apilados los recuerdos desordenados;
por aquí, por allá,
y en algún rincón el amago roto de un sueño.

Me lamento ahora. 
Por el desván carcomido por el tiempo.
Por los sueños que el polvo rompió y la escalera crujiente bajo mis pies.


Me voy.
¿Quién no olvida cómo ser pequeño?


Lejos

Lejos...
lejos...
lejos...
Allá fueron los sueños perdidos y rotos.
Allá. Entre susurros
y murmullos de la brisa de otoño.
Lejos.

Caminando sobre la leve estela del olvido,
queriendo volar y cayendo.
Oculto entre sus alas,
el último suspiro de la muerte.
Las frías tardes de invierno
escondidas en la almohada, también fría y blanca.
 Los copos de nieve deslizándose
por la ventana y su cristal huidizo.


Lejos, en el horizonte, se pierden los sueños.
Vuelan como pájaros de arena
disueltos en el viento.

Solo

Estoy solo, solo, solo. Sólo rodeado de negro. Oscuridad. ¿Una luz allá al fondo? Levanto la mano. Se desvanece el hechizo. No. Fue solo una ilusión, no hay luz ni allá ni acá...

Hace tiempo que las piernas me fallaron. Y los brazos y todas y cada una de las partes de mi cuerpo. Sólo estoy sentado. Solo. Ni siquiera sé por qué sigo aún aquí. Por qué sigo aún "con vida". Ya no oigo mi respiración ni siento los ya antes tenues latidos de mi corazón. ¡Ay, mi corazón! Donde este estaba ahora ya sólo hay un vacío más inmenso aún que el que me rodea.

No sé por qué sigo vivo. Si tan siquiera puedo soñar (ni por sólo un momento) y tener esperanzas para continuar apretando el cuchillo que, entre mis manos, atraviesa el vacío (antes un corazón enamorado). Emite un leve resplandor frío azulado. Solo, solo, solo.

Encerrado en la oscuridad


Abrí los ojos bruscamente, como quien despierta de una mala pesadilla, pero de poco me sirvió, pues todo estaba oscuro y seguía sin ver nada. Con los ojos bien abiertos, deshice los puños que habían formado mis manos y extendí al máximo los dedos para comenzar a palpar el suelo a mi alrededor. Era frío y húmedo. Apoyándome en las manos, me incorporé lentamente hasta quedar sentado, intentando no hacer ningún ruido, pero el roce de la piel de mis manos con el suelo emitió un desagradable ruido que me dio un buen sobresalto. Con el cuerpo ya temblando ligeramente y las pulsaciones aumentando a medida que lo hacía mi miedo, me levanté del todo.

Giré la cabeza hacia todos los lados, pero no, estaba todo oscuro aún y yo seguía sin ver nada. Di un paso tembloroso que hizo que un ligero murmullo reverberara, por lo que también deduje que cerca de mí había alguna pared. Un escalofrío recorrió mi espalda. Avancé otro paso, intentando de nuevo hacer el menor ruido posible pero sin conseguirlo, ya que temblaba tanto que me era imposible controlar la fuerza con la que pisaba. Di algún paso más, con las manos tanteando el aire que había delante de mí, sin encontrar nada. Finalmente, toqué algo. Di un leve brinco por la sorpresa, pero me tranquilizó ver que se trataba de una superficie lisa. Seguí palpando y llegué a la conclusión de que había encontrado la pared que antes había supuesto. Continué palpando la pared hacia mi izquierda y enseguida llegué a una esquina. Después otra y otra y otra y otra. Como todas eran más o menos ángulos rectos deduje que me hallaba en una habitación cuadrada (más o menos había notado la misma distancia de una esquina a otra) y que ahora me hallaba de nuevo en la primera esquina que había encontrado. Me quedé algo más tranquilo al saber la forma que tenía la habitación donde fuera que estuviese. De repente me paré a pensar y me di cuenta de que no había notado ninguna puerta, ni siquiera un leve resquicio que diera opción a una puerta secreta, todo era liso. Un escalofrío más fuerte que el anterior me recorrió la espalda de arriba abajo. Estaba encerrado.

Me dispuse a volver al centro de la habitación (que según mis cálculos es donde había empezado), mientras mis manos seguían tanteando el aire vacío. De pronto, mis manos tocaron una forma irregular. Me quedé paralizado, con los ojos muy abiertos y el corazón latiendo desbocado. Solo pude mover las manos y descubrir que la forma irregular continuaba y también, al menos esa impresión me dio, se movía. Entonces recuperé la movilidad de mi cuerpo y trastabillé hacia atrás hasta que caí sentado. Me cubrí rápidamente la cara con los brazos, cerrando los ojos y esperando lo peor. Sin embargo, después de unos segundos todo seguía oscuro, en silencio y sin que nada ocurriera. Poco a poco fui quitando los brazos de delante de la cara y me levanté. Cogí coraje y volví a donde había encontrado la forma irregular. Tanteé el aire. No había nada, lo que fuera que hubo antes había desaparecido. Los temblores que sacudían mi cuerpo se hicieron aún más fuertes.

De repente, oí el chirrido de una puerta vieja y oxidada al abrirse. “Imposible”, me dije intentando tranquilizarme, “todo sigue igual de oscuro y ya comprobé que no había ninguna puerta”. Seguí escuchando, paralizado, con la mano aún haciendo un intento fallido de encontrar algo en el aire, y oí unos pasos que se me acercaban desde en frente. Empecé a temblar aún más violentamente y a tener espasmos, siguiendo sin poder moverme mientras oía los pasos acercarse poco a poco, resonando vibrantes, hasta que finalmente se pararon cuando ya estaban a mi lado. Lo único que pude hacer fue encogerme cuanto pude y volver a esperar lo peor. Sin embargo, volvió a transcurrir el tiempo y no pasaba nada, ni se oía ya un solo murmullo. Levanté la cabeza con cuidado, con miedo y el cuerpo temblando bruscamente y miré a mi alrededor en un acto instintivo, pero de poco me sirvió, pues todo estaba demasiado oscuro como para ver nada.

De nuevo no pasaba nada, que raro. Para mi horror, volví a oír un leve murmullo. Pero esta vez no eran pasos acercándose ni el chirrido de una puerta al abrirse, esta vez era algo distinto. Siguiendo a mi intuición y mi oído, me acerqué hacia una de las paredes, descubriendo de esta forma el origen del ruido: las paredes se estaban moviendo hacia el centro, de tal forma que llegaría un momento en que me aplastasen. Llevándome las manos a la cabeza y abriendo los ojos como un loco, empujé con toda mi fuerza la pared que tenía delante, pero siguió sin ceder. Después cambie a la pared a mi izquierda. Y volví cambiar y volví a cambiar. Así sucesivamente, en un intento en vano de detener su inexorable marcha. Finalmente agotado, acudí de nuevo al centro de la habitación. Me senté, hundí la cabeza entre las rodillas y empecé a sollozar fuertemente. Sin ninguna razón aparente, de repente ceso el murmullo: las paredes se habían detenido. Dejé de llorar, sequé las lágrimas que aún quedaban por mis mejillas y levanté la cabeza, ya sin esperanzas de que esto llegara a parar en algún momento. Noté un frío contacto en mi espalda. Sin siquiera ya volverme, arrebatado por la locura, empecé a rodar por el suelo profiriendo gritos salvajes. El contacto paró durante un momento para después volver de nuevo el chirrido de la puerta y el eco de los pasos acercándose. Después el murmullo de las paredes rozando contra el frío y húmedo suelo y de nuevo el contacto frío en mi espalda. Paré de gritar, sollozar y rodar, quedando tumbado hacia arriba. Durante unos instantes no se oyó nada. De repente, estallé en una risa tan estremecedora que cualquiera con solo oírla habría enloquecido.