miércoles, 25 de agosto de 2010

Allá en Oxford

I

No puedo olvidarte.
Pasan los días y sigo guardando en mi memoria
de la misma forma esos mismos ojos azules, ese cabello rubio
y esa misma forma de sonreír y de moverte
que te cubrían de ese misterioso halo brillante
allá en Oxford.
Sigo recordándote, allá en Oxford bajo el árbol gigante
cuyas hojas caían dulcemente sobre tu cuerpo
mientras charlabas con tus compañeras.
Allá en Oxford, en la barandilla donde un día caí al suelo
y después conversamos, aquella que daba paso a las clases
(esas en las que tanto observaba tus labios rosas
deslizándose sobre el aire mientras hablábamos).
Sigo recordando. No puedo olvidar.
¿Cómo? ¿Todos aquellos sueños?
¿Todas las veces que me decidí a hablarte sin conseguirlo,
que me decidí a tocarte sin manos,
que me decidí a besarte y no tuve labios?
Y todas las veces que soñé con despertarme
y sentarme a desayunar, sin vergüenza, a tu lado
(allá junto al árbol gigante, la barandilla y las clases)
y acercarme a ti y susurrarte lo que sentía al oído
(palabras de amor demasiado olvidadas).
Y mirarte a los ojos y perderme en ese azul inmenso
y acariciar tu cabello, entrelazar nuestras manos
y unir nuestros labios en un beso
mientras juntos nos alzábamos hacia el radiante cielo,
elevados por un secreto manto de nubes blancas,
y, con nuestros dedos índices unidos, rozábamos el Sol.
II

Dos flores azules navegaban sobre un océano amarillo.
Las flores sonrieron, acariciando mi alma con dulzura
y deshaciendo el mar una amapola roja entre sus labios.
III

Quiero saltar y bañarme en el cielo azul,
en ese azul profundo
que adoran mis pestañas
ese azul por quien se levantan mis párpados,
que empapa mis sentidos con el agua
pura y mística de los sueños.

Quiero perseguir el horizonte rubio, recién amanecido,
perseguirlo tan sólo con mis alas de papel y tinta,
de versos dulces y amargos. Perseguirlo
y perderme en él, entrelazarme
como si juntos danzáramos en un vals de amor
que ha de condenarnos al silencio.
IV

Si te beso, lo siento.
La culpa la tiene el amor.
V

Las ruedas giraban rápidamente
guiando al autobús en su marcha.
Yo, sentado y abstraído, no podía evitar observar
constantemente esa cabecita que levemente
se asomaba sobre el asiento delantero.
Tan cerca de mis palabras
que pudiera escuchar perfectamente
los suaves susurros que portaban
mis más bellos versos de amor.
Tan cerca de mis manos
que pudiera alargar el brazo
y recorrer cada uno de sus dulces cabellos rubios,
su piel tersa y clara,
su rostro de madrugada.
Tan cerca de mis labios
que pudiera acercarlos suavemente
y acariciar con un beso celeste los suyos.
Tan cerca de nuestro destino
que el autobús pudiera detenerse,
ella marchar sin girarse y encontrar sus ojos
con los míos y yo mantener la mirada fija
en el punto concreto donde antes se encontraba.