jueves, 23 de septiembre de 2010

Recuerdos esmaltados en color pitufo

Hay veces que algo tan simple y efímero como una uña pintada con esmalte azul basta para traer la añoranza de otros lugares y otros días. Y os preguntaréis: ¿Qué tienen de especial esa uña y ese esmalte? Aparentemente, nada (quizá sólo sean locas fantasías de este pobre niño nostálgico). Sin embargo, poseen cierta magia en su pequeño corazoncito. Cierta magia que me permite evocar, casi nítidos, sonrisas, miradas, abrazos y amores pasados.

Pero el esmalte azul pitufo se va borrando poco a poco. Es efímero, como lo son todas las cosas. Y ahora me pregunto: una vez se apague completamente (para lo cual queda poco tiempo), ¿seguiré evocando de la misma forma todas aquellas bellas y ahora tristes memorias aunque no quede recuerdo sustancial de ellas? Quién sabe. Quizá lo mejor sería olvidarlo todo y dejar de atormentarme. Quizá lo mejor sería guardarlo dulcemente en mi memoria, como quien guarda y observa y disfruta de una vieja obra de arte.

Aunque, si nos paramos a pensar, el olvido y el recuerdo no son tan distintos. Ambos son tristes y amargos. Ambos velan por cosas que un día fueron algo y hoy ya no son nada. Ambos duelen y causan lágrimas. Entonces, ¿debería llorar? No me queda otra opción, supongo.  Pero lo siento, no puedo. He olvidado cómo llorar (al igual que tantas otras cosas...). O, mejor, dicho, ya no me quedan lágrimas. Hace tiempo que las últimas se secaron en el duro suelo de aquel taxi gris que me llevaba de vuelta a Santander desde Oxford.

Oxford

I

Oxford.
Vuelvo a ver aquellas fotografías de los últimos recuerdos
que pasé contigo.
Apenas apagadas por el tiempo,
siguen vibrando en mi memoria,
evocando perfumes de nubes y flores
y dulces silencios en los momentos alegres.

Vuelvo a estar con vosotros, mis lejanos amigos,
¿quién no quisiera revivir aquellas tardes de sonrisas
y locura irrefrenable donde la única verdad era
que no existía el tiempo en aquellos parques verdes,
en aquellas calles mojadas y azules?
(Demasiado tarde descubrí que todo era mentira).

O quizá fuesen más especiales las mañanas grises,
lluviosas, donde, como súbita niebla feliz,
una halo de esperanza brillante me cubría
con tan sólo pensar en vosotros y en ella.

Oxford.
Vuelvo a llorar.
Las lágrimas son las mismas que descendieron
otro día por los arrabales tristes de mis mejillas,
aquellas mismas que fueron a formar un charco congelado
al duro suelo de aquel taxi gris que nos llevaba al olvido.

Oxford.
Bien es cierto que en Santander también llueve.
Pero no es la misma lluvia.
Esta lluvia es triste, añorante y amarga,
está podrida por dentro.
Esta lluvia no es la que me hacía sonreír
a los sémaforos.
No, esta lluvia sólo es un velo negro
tras el que se ocultan aquellos viejos recuerdos
que hoy guardan luto,
aquellas tristes mitades de sonrisas rotas,
de corazones rotos,
que ya sólo saben rememorar anhelantes
aquellas viejas y mojadas fotografías de los últimos sueños.
II


Oxford.
Ciudad de sueños perdidos.
Ciudad de recuerdos
que un día fueron dulces
y hoy se volvieron amargos.


Te recuerdo ahora como una vieja tarde de verano.
Una tarde de amistades demasiado locas y lejanas,
de pensamientos demasiado alegres,
de amores imposibles.


Oxford.
En mi memoria aún viven
tus calles mojadas y azules,
tu fresca soledad al alba
y la reconfortante melancolía de tus noches.


Seguiremos caminando como tontos obcecados.
Nunca nos daremos cuenta del verdadero valor de aquellos viejos edificios,
de la belleza con que nuestros pasos resonaban sobre la hierba,
sobre el cielo nublado y gris,
donde siempre recordaré (triste, azul y mojada)
aquella vieja tarde de verano.

jueves, 2 de septiembre de 2010

La Ruleta Rusa

Andrea Rascetti murió el 4 de octubre en una sala escondida en un polígono industrial abandonado en Polonia, en una tarde gris y lluviosa, reventada su cabeza por una bala en el juego de la ruleta rusa.

Todo empezó otro 4 de octubre diez años atrás, cuando fue raptado por una mafia de órganos en una callejuela nada más pasar el Puente de Rialto, en Venecia, su ciudad natal, a la edad de 16 años. Él, aun habiendo oído el peligro de estas mafias, no había hecho mucho caso a la advertencia, como si estuviera excluido de ella y no corriera el riesgo de ser capturado, a pesar de vivir en una ciudad donde eran frecuentes estos casos. En el fondo, por entonces tenía razón.

Después de capturarlo, lo amordazaron, ataron y encerraron en una sala sucia y fría junto a más jóvenes y niños. Se podía leer el miedo en los ojos de todos ellos. Andrea, que había llegado a la conclusión de que estaba equivocado, también cayó presa del pánico. Cuando fue su turno, suplicó de todas las maneras posibles, de tales formas que habría roto en mil pedazos el corazón de cualquier persona decente. Pero estaba tratando con una mafia y ellos desoyeron sus súplicas. En un último momento, Andrea recordó haber oído en alguno de los discursos que les daban en el colegio sobre estas mafias que los jefes eran muy orgullosos.

-Desafío a vuestro jefe a la ruleta rusa -dijo.

El rostro del jefe, que se hallaba presente, se torció dejando reflejar su ira. Sin embargo, en honor a su orgullo, aceptó, temerario de él, pensando que nada le ocurriría. Se colocaron sentados frente a frente en una dura mesa  de hierro, con una pistola cada uno entre las manos. Empezó Andrea, a quien le temblaba terriblemente el pulso. Apretó el gatillo. No ocurrió nada. No pudo evitar soltar un suspiro de alivio momentáneo. Turno del jefe. Este estaba seguro de sí mismo, por lo que se colocó la pistola en la sien con una sonrisa de suficiencia. Apretó el gatillo. Nada. Sonrisa de suficiencia, quizá algo más difusa. Turno de Andrea. Apenas acertó a ponerse la pistola en la sien con un pulso de seísmo y una mirada que dejaba traslucir el pánico ancestral a la muerte con el que lleva cargando el hombre desde sus orígenes. Apretó. Nada. Suspiro momentáneo. Jefe. Este, ahora menos seguro de sí mismo, no pudo fingir la misma sonrisa que ostentaba antes. Gatillo. Nada. Andrea. Su cuerpo sufría violentas sacudidas que hacían parecer que estaba poseído por un espíritu. Puso la pistola en su sitio sin saber muy bien cómo. Apenas acertó a apretar el gatillo cuando oyó salir la bala e incrustarse más allá de su cráneo. Abrió los ojos hasta que casi se le salieron de las cuencas. Pensó que había muerto, hasta que se dio cuenta de que no tenía ningún dolor y su corazón seguía bombeando sangre. Seguía vivo. Fue en aquel momento cuando comprendió que poseía un don poco frecuente que le hacía invulnerable a los disparos de bala.

Los asistentes al espectáculo quedaron boquiabiertos al ver cómo Andrea sustituyó su expresión de terror por una sonrisa de suficiencia y retiró la pistola de donde acababa de ser disparada. Todos habían oído perfectamente la bala incrustándose en su cráneo, visión apoyada por el chorro de sangre que descendía desde la sien de Andrea.

-Es tu turno -dijo éste, sin dejar de sonreír.

El jefe, dispuesto a acabar con el mal sueño que estaba viviendo, apoyó la pistola en su cabeza. Apretó el gatillo. Lo consiguió. Acabó con ese mal sueño que estaba viviendo, ese que muchos llaman "vida".

El resto de la banda, aún sin creer lo que acababan de presenciar y temerosos por los "poderes" del extraño adolescente, lo nombraron su jefe.

Poco a poco, fue desafiando a la ruleta rusa a los respectivos jefes de las mafias de Venecia, consiguiendo en un año hacerse con el control de todas del mismo modo que había hecho con la primera. Una vez estuvo sobornada la policía, se ensañó cruelmente con los niños y jóvenes de la ciudad, alcanzando enseguida una inmensa fortuna con sus órganos y un nombre privilegiado en la lista negra del Gobierno de Venecia. Pronto consiguió controlarlo, utilizando una mezcla explosiva de amenaza y soborno, de tal forma que este no penalizaba sus actos. Se alzaron multitud de manifestaciones que fueron aplacadas con violencia y sangre. Cada vez más familias gastaban ingentes cantidades de dinero contratando empresas privadas de seguridad para salvaguardar a sus queridos hijos. Sin embargo, sólo facilitaban su captura, pues estas empresas estaban también en manos de Andrea. Las noticias llegaron a oídos de toda Italia, pero cuando aún apenas habían empezado a pensar cómo solucionarían el complicado problema, la Mafia consiguió controlar también el Gobierno italiano. Tan sólo habían pasado cinco años desde que retó al primer jefe mafioso a la ruleta rusa aquel adolescente temeroso que ahora dirigía la Mafia que controlaba Italia entera.

El escándalo no tardó en propagarse, como si de un fuego terrorífico con viento a favor se tratase, por todo el mundo. Los presidentes de las primeras potencias del mundo se pusieron a trabajar por primera vez juntos, esforzándose por acabar con el peligroso mafioso, pero cada vez eran más los países que cedían y pasaban a estar bajo su control.

Todo cambiaría una tarde gris y lluviosa de un 4 de octubre. Llegó un extraño a la sala escondida en un polígono industrial abandonado en medio de la nada en Polonia donde Andrea Rascetti trazaba los últimos retoques del plan que, al fin, le hubiera acercado hasta casi tocarla su ansiada conquista del mundo. Aquel misterioso extraño que apareció de entre las sombras, llevaba puesto un abrigo gris y remendado, empapado por la lluvia, unos pantalones viejos y rotos y unos desgastados zapatos de color negro satinado. Dijo llamarse Eric Mycek con una voz suave, fría y ausente, desprovista de toda clase de emoción humana. Las siguientes palabras que salieron de su boca, escondida entre las sombras de la capucha de su largo y remendado abrigo gris, fueron las que condenaron a muerte al mafioso más grande de todos los tiempos y también a su Mafia, pues sin él perderían todo lo que habían conseguido. Estas palabras, congeladas en aquel instante para siempre, desafiaban a una partida a la ruleta rusa a Andrea Rascetti.

El glorioso jefe quedó perplejo, pues sabía perfectamente que se había extendido su leyenda en la ruleta rusa por todo el mundo. Sin saber por qué, tuvo un mal presentimiento, acompañado de un duro escalofrío premonitorio que recorrió su espalda. Sin embargo, su poderoso ego le hizo sobreponerse y aceptó el desafío.

El misterioso extraño que decía llevar por nombre Eric Mycek se quitó la capucha, descubriendo una abundante y desgreñada mata de pelo castaño claro que prácticamente ocultaba su cara entera. Presionó la pistola que tenía entre sus manos contra los cabellos que tapaban su sien y apretó el gatillo sin siquiera inmutarse ni cambiar la expresión sin expresión de su rostro oculto. Nada. Fue el turno de Andrea. Colocó la pistola contra su cabeza con un leve temblor en el pulso que parecía presagiar su muerte. Apretó el gatillo. El arma disparó la bala que quedó incrustada con un ruido metálico junto a otras tantas en su cabeza. Andrea se llevó un buen susto, pero descubrió que seguía vivo y todo era como siempre: conservaba su don. Sonrió con la suficiencia que siempre demostraba. Sin embargo, Eric Mycek no se movió ni un ápice, como si aguardara a algo que sabía que iba a ocurrir. De repente, ocurrió algo inesperado: la cabeza de Andrea Rascetti reventó. Justo antes de morir, comprendió que su don no le protegía de una sobreabundancia de balas incrustadas en su cabeza, y que su volumen acababa de superar el de esta con esa última bala de ese último desafío del misterioso extraño: la última gota que había colmado el vaso y le había hecho derramar su contenido.

Los compañeros de Andrea, aterrorizados por aquel hombre de largo abrigo gris y remendado que acababa de ganar a su legendario líder a la ruleta rusa, propusieron a Eric Mycek convertirse en jefe de la mafia que había estado a punto de controlar la Tierra. El "extraño misterioso" (como, después de olvidado su nombre, sería recordado) rechazó la irrechazable oferta con su habitual voz suave, fría y ausente, que acariciaba hasta cortar como la hoja de un cuchillo. Se levantó lentamente de la mesa y comenzó a caminar con su habitual paso tranquilo hacia la salida de la puerta hasta perderse entre las sombras, justo de donde había venido.