domingo, 5 de junio de 2011

La verdad sobre el asesinato de Santiago Nasar

(Trabajo para la clase de Lengua y Literatura que consistía en narrar un capítulo de "Crónica de una muerte anunciada" de García Márquez desde el punto de vista de otro personaje, aunque tampoco está tomado muy literal... simplemente es otra visión del libro en conjunto.)



            Han pasado ya tantos años desde aquello que preferiría no recordarlo. Sin embargo, ha llegado a mis manos un ejemplar de “Crónica de una muerte anunciada” y mi conciencia me estrujaría la cabeza hasta matarme si dejara este extraño caso derivar hasta el mar del olvido envuelto en tantas mentiras inocentes. Si os inquieta el corazón, os aclararé una cosa: no es culpa del narrador, él está tan engañado como ustedes, sus lectores, y como todo aquél que no estuvo presente en la tragedia. No es culpa, tampoco, de ningún perverso político (aunque no nos hallemos faltos de ellos) ni de ningún magnate del petróleo ni de los campos de caña de azúcar que sustituyeron a la hacienda de Santiago Nasar. El culpable de todo esto es un hombre, un militar poderoso que obró movido por una venganza que le obligaba a llevar a cabo su ego infinito: Petronio San Román. Suya y, por supuesto, de todos aquellos partícipes y testigos de la tragedia (amigos o no del fallecido, poco importa) entre los que me incluyo, que callamos la boca por dinero, que transmitimos una noticia falsa que se acabaría propagando por todo el mundo y nos condenamos a tener la conciencia sucia de oro para el resto de nuestra vida. Yo, hoy el primer desertor del dinero (el Señor me perdone por no haberlo hecho antes), me propongo limpiarla si es que aún es posible, si es que aún no se levantarán los árabes enfurecidos a quemar mi casa y este pueblo de asquerosos y avariciosos hipócritas (entre los cuales me encuentro).

(Antes de comenzar el relato, pido ante todo piedad y misericordia al Señor por tratar yo, un representante suyo en esta tierra de pecado, temas tan obscenos y perversos. Sirva de excusa para conseguir su perdón que mi conciencia exija un acto de penitencia en Su honor).

            En realidad, quien mató a Santiago Nasar fue Petronio San Román. No con el filo de un cuchillo en sus propias manos, por supuesto, sino con el aún más hiriente filo del dinero. Y, como se podrán imaginar, fue un precio altísimo el que este señor (maldito sea, que hoy seguramente arde en el Infierno) hubo de gastar en comprar a todos aquellos testigos entre los que se incluía el mejor amigo de Santiago Nasar: Cristóbal (“Cristo”, como le llamaban) Bedoya. Sin embargo, no fue él por quien tuvo que pagar el mayor precio (al fin y al cabo, poco le importaba el oro a este endemoniado nacional), sino por los ejecutores del crimen que, como todos ustedes saben, fueron los hermanos Vicario. A ellos, a su familia en general, los pagó con el matrimonio de su hijo con Ángela Vicario. Sí, sé que el narrador de la crónica se refiere a ellos diciendo que acabaron volviendo a estar juntos únicamente muchos años después de la tragedia. Eso, como tantas otras cosas que no me detendré a enumerar por temor a que mi corazón se encoja hasta estallar, es mentira. Huyeron desde el primer momento los dos juntos, pero se aseguraron de que nadie así lo supiera. Al fin y al cabo, no era tan difícil, en su apartado lugar de exilio no vivía casi nadie y pasaban aún menos viajeros.

            Yo nunca hubiera sido consciente de esta trama (y cuántas veces me he lamentado de ello) si el doctor Dionisio Iguarán no hubiese estado ausente para hacer la autopsia. Todo sucedió tan rápido que me perdonarán mis lectores si me detengo poco en los detalles, pero la precipitación sin orden ni sentido alguno (hasta tiempo después, que comprendí todo) y mi avanzada edad se lo impiden a mi memoria. La noticia me llegó como un viento enorme venido de más allá de los rugientes mares, entre las selvas de platanales. Mi corazón, aún inocente entonces, se acongojó y corrió al campanario de la Iglesia para doblar las campanas en pésame por el alma del difunto, que en aquellos momentos aún se alzaba hacia el cielo ante todos aquellos que aún no nos habíamos vendido a Petronio y podíamos soportar el alzar la mirada y observarlo ascender en paz, aunque las lágrimas cayeran de nuestros ojos. Al volver a bajar las escaleras del campanario, me sobresaltó una sombra que se abalanzó hacia mí y me acorraló contra la pared, apretando contra mi pecho su bastón de ébano barnizado con un grabado dorado del escudo nacional. Yo me asusté y creo que (el Señor me perdone), solté alguna palabra malsonante que de ninguna boca debiera salir nunca. Mientras intentaba reconocer al hombre cuya cara tapaba un sombrero negro de copa inclinado y que portaba un traje con multitud de medallas de guerra, me susurró con una voz que olía profundamente a tabaco (todo hay que decirlo: del puro, del bueno):

            -Va a hacer la autopsia del cadáver.

Mi estómago, que profesaba repulsión al olor dulzón de los muertos, se revolvió de solo pensarlo.

            -Pero… debería hacerla el doctor Iguarán… -respondí con una nota de temor en mi voz. A muchas personas malvadas no les gusta que les repliquen.

            -Lo hará usted. El doctor Iguarán está de viaje –ésa fue también la versión oficial de los hechos. Sin embargo, como me enteraría después, el doctor Iguarán se hallaba en realidad muerto por no haber sucumbido ante la avaricia y haber negado el trato de Petronio.

Cuando me presentaron el cadáver, que ya había empezado a descomponerse, en la camilla donde debía hacer la autopsia, se me revolvieron las tripas de una forma tal que casi me salieron por la boca y quedo en un estado muy similar al del propio muerto (el Señor me perdone por describir con transparencia actos mundanales y obscenos, pero me veía obligado a anotarlo). Cuando vi, al lado, la cuchilla (si es que así se podía llamar) con la que debía hacer la autopsia, se me cayó el alma a los pies. Yo nunca había hecho nada parecido. Y, de hecho, fue casi peor que el propio crimen: una auténtica carnicería humana. Lo único que pude sacar en claro de aquel amasijo de sangre, cortes y tripas fue que la noticia que se extendió por todo el mundo y que incluiría en su sumario el juez (también comprado por el señorín acaudalado) fue, como tantas otras cosas, falsa. En realidad, los cortes nada tenían de imprecisos y serrados como los que pudiera haberse esperado de unos cuchillos viejos y usados de carnicero que se dijo que portaron los hermanos Vicario. Los cortes eran perfectamente limpios y rectos. Ustedes solos podrán, sin duda alguna, llegar a mi misma conclusión, aunque no os halléis llenos de sangre como yo estaba: los cuchillos eran en realidad de muy buena calidad, conseguidos, como todo, por el poder adquisitivo de Petronio San Román. Ahora me preguntarán: ¿por qué dijo todo lo contrario en el informe de la autopsia? Corrupción (el Señor me perdone), mis lectores, aquella bolsa llena de oro en el bolsillo interior de mis hábitos.
¡Aún me lamento de aquello! Si el doctor Iguarán hubiera estado presente, yo hubiera seguido siendo tan inocente como me levanté aquella maldita mañana: enfadado por la hipocresía de todas aquellas gentes que acudían al puerto con sus mejores ropas y regalos a saludar al obispo que venía en buque, y después volvían molestos y refunfuñantes a sus casas, escupiendo palabras que mejor no nombro, porque no se había detenido. La conducta del obispo es normal, digo yo (aunque sólo el Señor me escuche), tiene una explicación lógica y coherente. Y es que el desagrado que profesa por este pueblo se debe a la mezquindad de sus gentes, de la que todo este asunto que venía a aclarar no es más que otra manifestación más, al igual que aquella primera vez que el obispo pasó a saludar con la intención de pararse y nadie salió a recibirlo. Sólo cuando se enteraron de que dejó generosos regalos a todos aquellos que, benditos, sí salieron a recibirlo, se propusieron seguir el ejemplo para el año siguiente. Por supuesto, el obispo, con la clarividencia otorgada por el Señor, pudo ver a través de sus sucios ojos el interés que en realidad corroía su alma y se negó a detenerse en este (maldito) pueblo. Y, desde entonces, las gentes se enfadan y escupen cada vez que pasa, sin que sus siempre avariciosos corazones pierdan jamás la esperanza de recibir uno de esos generosos regalos que, desde luego, no están destinados a ellos.

No obstante, tampoco me puedo quejar del todo. Al menos no fui pagado para estar presente y ser partícipe de toda aquella farsa en el momento exacto del crimen. (O, quizá, haya de lamentarme por ello, pues, como me gusta pensar, de haber sido así me hubiera horrorizado y hubiera renegado de tomar parte de aquello, aún a costa de mi propia vida, como el santo del doctor Dionisio Iguarán). Y es que aquello debió de ser vergonzoso. Tantas personas, incluso su mejor amigo, Cristóbal (“Cristo”, le llamaban) Bedoya, observando el crimen, yendo de un lado para otro en trayectos que ya habían sido planeados con anterioridad para conformar una gran mentira bien organizada y determinada… Sólo de pensarlo me arrugo aún más de lo que ya de por sí me ha arrugado el tiempo amargo de penitencia y silencio que hasta hoy he vivido. Según me enteré después por fuentes que prefiero no citar, debían de estar todos los implicados caminando alegremente por la zona, sin un atisbo de tristeza en su mirada, sino más bien lo contrario: alegría porque su estómago de infinita avaricia estaba lleno para el resto de sus vidas con aquella suculenta (y maldita) bolsa dorada. Comentan, incluso, que comparaban su oro entre carcajadas, bien mirando el tamaño o bien escuchando el retintín que emitían las monedas al sacudir la bolsa. Y, también, que cuando los hermanos Vicario estaban apuñalando a Santiago Nasar contra la puerta de su propia casa, las gentes del pueblo gritaban lo que yo, desde lejos que me encontraba, pensé primero (inocente) que eran gritos de horror y luego (pecador) me di cuenta que eran gritos de júbilo que se intensificaron en una ovación cuando consiguieron al fin matarlo, a pesar de que se resistiera pues, por gracia de Dios, pudo ir a despedirse de su buena madre. No importa, todos ellos (como yo) arderán en el Infierno (el Señor me perdone por intentar juzgarlos, poder que sólo Él puede ostentar, pero los inmundos actos de estas gentes corresponden al máximo grado de deshumanización, egoísmo y perversión posibles).

La única pobre inocente (me alegro por ella de que muriera como tal, sin llegar a leer estas palabras mías que la hubiesen apenado más aún si cabe que la muerte de su hijo) que pudo llorar en el entierro de Santiago Nasar sin temor a que la tormenta que se acumulaba sobre nuestras cabezas descargara un rayo de justicia divino sobre ella fue su propia madre, Plácida Linero. Incluso sus criadas estaban enteradas de lo que iba a suceder, pero tal era el odio de Victoria Guzmán profesaba al “blanco” (como ella le llamaba) que apenas tuvo que comprarla también Petronio, sino que más bien se ofreció por propia voluntad. No fue igual el caso de su hija Divina Flor que, como bien señala el narrador de la crónica citada al principio del presente escrito, dejó sin tranca la puerta de la casa para que Santiago Nasar pudiera entrar (aunque, como sabrán por dicha crónica, luego su inocente madre la cerraría sin saber que así condenaba a su hijo). No es por tanto de extrañar que fuera raptada unos días después y se la encontrara semanas más tarde desangrada y medio putrefacta, cortada en mil trozos y violada aún más veces, en un cercano bosque de plátanos. El nuevo crimen fue asociado a unos gauchos vandálicos que se rumoreaba que solían pasear por la zona en aquel momento, aunque no han de dudar que fue obra, una vez más, del maldito y malvado Petronio San Román.

No quisiera cansar demasiado al lector, pues nunca fui un literato y probablemente mis palabras lleguen densas y cansadas a sus oídos (en realidad, salen de igual forma de la tinta de mi pluma, pues de igual forma me encuentro yo). Así pues, no me extenderé mucho más. Tan sólo quisiera hacer referencia a la persistente idea que se forjó en la imaginación del narrador de la citada crónica, la cual era que la muerte de Santiago Nasar se produjo después de una sucesión de casualidades que únicamente pudieron haberse dado por un juego trágico y amargo del destino. Como ya habrán alcanzado a comprender a lo largo de mi exposición (o, más bien, confesión), esto no es cierto, y si el cronista llegó a tal conclusión es precisamente por su desconocimiento de los verdaderos hechos que allí acontecieron, pues todos los testigos que cita en el libro tenían su boca aún manchada de oro (y miedo a las consecuencias de una traición), a pesar del paso del tiempo. En realidad, todas y cada una de las “casualidades” fueron preparadas minuciosamente por Petronio San Román, como si fuera un hombre de estos que hoy en día llaman “psicópatas”, pero yo prefiero atenerme a la verdad divina y decir, sin temor al error, que estaba poseído por el mismísimo Diablo, pues no puedo concebir tal abyección en un alma humana.

Y ahora sí, sin más, me despido de ustedes, mis lectores (perdónenme de nuevo mi torpeza al despedirme, pues nunca había redactado un escrito similar a éste y no conozco los formalismos que se han de seguir). Si alguno quisiera, como el narrador de la ya tantas veces citada crónica, hacer una recopilación de los hechos que en verdad ocurrieron, deberá de acudir a su imaginación para encontrarlos si no le satisface el presente escrito, pues no quiera el Señor que horrores tan poderosos se muestren a nuestras almas, desprovistas de defensas contra los actos del mismísimo Diablo, ni sea bueno remover aguas revueltas después de tanto tiempo. Hemos de pasar página y dejarlo atrás, únicamente extrayendo la moraleja: hemos de cuidarnos del poder del dinero, que casi todo lo vence y a tantos corrompe. De esta forma, no conseguiréis que mi boca (aún manchada de aquel oro) ni mi pluma vuelvan a pronunciar palabra sobre aquello, además de por las razones citadas, porque, si no me falta la fuerza para hacer una última buena obra una vez finalice el presente escrito, me hallaré en el Infierno para expiar mi pecado. Quizá incluso vuelva a ver a aquel maldito Petronio San Román y me tire a su cuello, furioso, a matarlo (allá abajo no estará el Señor para suplicarle clemencia), aunque ya nada valga la pena ni nada importe pues nos hallemos los dos muertos y condenados.

Fdo.
El pecador Carmen Amador