Volvía a casa andando, fijándome en un mendigo en medio de la calle, pidiendo limosna, como todos los días. Sus ropas estaban raídas a más no poder, apenas tenía carne en los brazos, estaba totalmente desnutrido y su piel se mostraba muy sucia. Miraba a los que pasábamos semi-cegado por las cataratas que acosaban sus ojos, mientras continuaba en su triste labor de pedir limosna. Destrozado por la pena que sentía por aquel pobre mendigo, le dejé una cuantiosa limosna (por lo menos en comparación con la normal) y continué mi camino hacia casa.
Ahora que ya he llegado, siento que el mendigo me ha inspirado para escribir un nuevo relato:
Observo el campo a mi alrededor, donde el viento esparce las hojas caídas de los árboles. El viento, el mismo viento que arrastra estos trozos de mi vida, de mi corazón, de mi alma. Apesadumbrado, miro al cielo, observando tornarse grises las nubes y su llanto descargar sobre estos campos. Llanto, el mismo llanto que cae sobre mi herida, intentando cicatrizarla, pero sólo consiguiendo aumentar el dolor.
Al fondo, veo a aquel hombre desesperado; el viento y la lluvia arrasaron su cosecha, arrasaron su vida. Continúa lloviendo, y el viento azota cada vez con más intensidad, mientras el hombre intenta salvar a sus pobres plantas. Y llora, imitando al cielo, observándolas morir una a una.
Destrozado, levanto la vista del espejo y la dirijo a mi cosecha arrasada. Mis plantas, mis pobres plantas, que sucumbieron ante la lluvia y el viento.
La tormenta llega, y las gentes de la ciudad respiran tranquilas, pues ven que está lejos de ellos, en medio del campo.
Que tire sus rayos sobre mis pobres plantas destrozadas, sobre mí. Qué más les da a las gentes de la ciudad. A ellos no les llega, y eso basta.
Sólo es uno más.
Terminé el relato emocionado y lo guardé con los demás. Mañana volvería a pasar por la misma, calle, viendo al mismo mendigo, con las mismas ropas, las mismas condiciones, diciendo las mismas cosas. Y sentiría la misma pena.
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