Cuando era niño, solía pasear por las mañanas en la playa, junto a la orilla del mar, cogido de la mano de mi padre. Él siempre disfrutaba mucho aquellos tranquilos paseos escuchando en silencio el murmullo de las olas, que parecía la melodía reflejada del cielo recién iluminado, como si fuera lo único que existía en su mundo. Yo, aunque no lograba apreciarlo de la misma forma, le acompañaba siempre pues me gustaba verle tan feliz.
Uno de esos días, escuché de repente una voz que susurraba en mi oído: "¿Recibiste la carta que te envié?". Me giré y me encontré con un viejo decrépito vestido con harapos. Inmediatamente tuve miedo y apresuré el paso para quedarme de nuevo a la altura de mi padre. Al volver la cabeza, el misterioso viejo había desaparecido. Miré a mi padre. Él me sonrió con la tranquilidad que siempre le inundaba en estos paseos. Me di cuenta de que no había visto nada. Le devolví la sonrisa y continué caminando.
A lo largo de ese día, no volví a acordarme del misterioso viejo. Sin embargo, a la mañana siguiente oí otra vez el mismo susurro cansado en el oído: "¿Recibiste mi carta?" Me giré y vi al viejo de nuevo, con los mismos harapos, la misma mirada soñadora y la voz cansada. Huí, como había hecho el día anterior. Mi padre tampoco pareció darse cuenta.
A la mañana siguiente, cuando el viejo volvió a hacerme la misma pregunta, ya había perdido algo de miedo y me decidí a contestarle:
-¿Qué carta?
-La que te escribí ayer en el mar.
Huí de nuevo, el viejo ahora aún más misterioso me daba mucho miedo.
Volvió a repetirse la situación durante otros dos días más.
-¿Qué carta? -preguntaba yo.
-La que te escribí ayer en el mar -respondía siempre él.
Y yo corría hasta mi padre.
Al día siguiente, se repitió la misma escena:
-¿Qué carta? -pregunté yo.
-La que te escribí ayer en el mar -me respondió de nuevo él.
Pero esta vez no corrí. Me quedé quieto, indeciso, sin saber si hacer caso una vez más al miedo o querer saber más. Ante mi indecisión, él volvió a hablar.
-Ven mañana, justo antes de la salida del Sol, a la pequeña cabaña que ves un poco más allá, junto al acantilado, al final de la playa. Te lo explicaré entonces.
Y se fue. Seguí caminando con mi padre y volví a casa. Por supuesto, al día siguiente no acudí a la cita, ni tampoco al posterior. Aquel enigmático viejo me daba demasiado miedo. Aquellos dos días, no lo vi en el paseo matinal con mi padre. Al principio, casi pensé que era un alivio perderlo de mi vida.
Sin embargo, existe en la naturaleza de cualquier niño una poderosa curiosidad. Posiblemente, fue ésta la que el día siguiente me llevó a escaparme de casa e ir, justo antes de la salida del sol, a la pequeña cabaña que había al final de la playa. Allí me esperaba el viejo.
-Al fin llegas. Has tardado un poco -me dijo, dedicándome una sonrisa sincera.- Pero lo importante es que has venido.
Estaba allí, con sus harapos, su voz cansada y sus vidriosos ojos soñadores, junto a una anticuada y roída barca de madera. La acercó a la orilla del mar. Yo le seguí, inquieto. Se giró hacia mí, sin perder la sonrisa.
-Ven, sube, no tengas miedo, no iremos muy lejos -me dijo.
No pude moverme, pues volvía a ser presa del pánico y empezaba a arrepentirme de haber acudido. Entonces, él me tendió su arrugada y marchita mano. Hubo algo en ese gesto que me conmovió y me hizo perder el miedo (quizá porque fue el gesto que inició nuestra amistad). Lo agarré fuertemente y me ayudó a subir en la barca. Dimos un largo paseo en silencio, durante el cual no dejé de observarlo. Tenía siempre una mano fuera de la barca y, con el dedo índice extendido, acariciaba dulcemente el mar.
Finalmente, volvimos a la playa, aún en silencio. Ni siquiera lo rompió para despedirse. Me dedicó otra de sus sonrisas sinceras y supe que debía irme.
Al llegar a casa, todos seguían dormidos. Me metí de nuevo en la cama y dormí hasta que mi padre me despertó para llevarme a dar el habitual paseo.
Mientras caminábamos, oí el mismo susurro soñador y cansado que ya había oído otras veces:
-Cierra los ojos. Entonces recibirás la carta que te escribí antes en el mar. Recuerda: lo esencial es invisible para los ojos. Cierra los ojos.
Cerré los ojos y escuché en silencio. El murmullo del mar trajo a mis oídos lejanos susurros que se entrelazaban en una melodía reconfortante y tranquilizadora. Me sentí en paz conmigo mismo. Fui feliz. Después de un rato, una vez la carta hubo terminado, abrí los ojos lentamente. Miré a mi padre. Él también acababa de abrirlos. Le sonreí con una recién descubierta complicidad. Él me devolvió la sonrisa.
No volví a ver nunca más al viejo barquero, pero su recuerdo y sus palabras se quedarían fuertemente grabadas en mi memoria. Y aún hoy, muchos años después, sigo yendo a pasear a la misma playa para escuchar el murmullo de las olas al romper en la arena, que parece la melodía reflejada del cielo recién iluminado, como si fuera lo único que existe en mi mundo. Ahora llevo a mi hijo al mismo lugar donde me llevó mi padre y le vuelvo a dedicar las mismas sonrisas llenas de calma que me dirigía él. El pequeño me las devuelve, contento por verme feliz. Pronto le visitará el barquero.
Uno de esos días, escuché de repente una voz que susurraba en mi oído: "¿Recibiste la carta que te envié?". Me giré y me encontré con un viejo decrépito vestido con harapos. Inmediatamente tuve miedo y apresuré el paso para quedarme de nuevo a la altura de mi padre. Al volver la cabeza, el misterioso viejo había desaparecido. Miré a mi padre. Él me sonrió con la tranquilidad que siempre le inundaba en estos paseos. Me di cuenta de que no había visto nada. Le devolví la sonrisa y continué caminando.
A lo largo de ese día, no volví a acordarme del misterioso viejo. Sin embargo, a la mañana siguiente oí otra vez el mismo susurro cansado en el oído: "¿Recibiste mi carta?" Me giré y vi al viejo de nuevo, con los mismos harapos, la misma mirada soñadora y la voz cansada. Huí, como había hecho el día anterior. Mi padre tampoco pareció darse cuenta.
A la mañana siguiente, cuando el viejo volvió a hacerme la misma pregunta, ya había perdido algo de miedo y me decidí a contestarle:
-¿Qué carta?
-La que te escribí ayer en el mar.
Huí de nuevo, el viejo ahora aún más misterioso me daba mucho miedo.
Volvió a repetirse la situación durante otros dos días más.
-¿Qué carta? -preguntaba yo.
-La que te escribí ayer en el mar -respondía siempre él.
Y yo corría hasta mi padre.
Al día siguiente, se repitió la misma escena:
-¿Qué carta? -pregunté yo.
-La que te escribí ayer en el mar -me respondió de nuevo él.
Pero esta vez no corrí. Me quedé quieto, indeciso, sin saber si hacer caso una vez más al miedo o querer saber más. Ante mi indecisión, él volvió a hablar.
-Ven mañana, justo antes de la salida del Sol, a la pequeña cabaña que ves un poco más allá, junto al acantilado, al final de la playa. Te lo explicaré entonces.
Y se fue. Seguí caminando con mi padre y volví a casa. Por supuesto, al día siguiente no acudí a la cita, ni tampoco al posterior. Aquel enigmático viejo me daba demasiado miedo. Aquellos dos días, no lo vi en el paseo matinal con mi padre. Al principio, casi pensé que era un alivio perderlo de mi vida.
Sin embargo, existe en la naturaleza de cualquier niño una poderosa curiosidad. Posiblemente, fue ésta la que el día siguiente me llevó a escaparme de casa e ir, justo antes de la salida del sol, a la pequeña cabaña que había al final de la playa. Allí me esperaba el viejo.
-Al fin llegas. Has tardado un poco -me dijo, dedicándome una sonrisa sincera.- Pero lo importante es que has venido.
Estaba allí, con sus harapos, su voz cansada y sus vidriosos ojos soñadores, junto a una anticuada y roída barca de madera. La acercó a la orilla del mar. Yo le seguí, inquieto. Se giró hacia mí, sin perder la sonrisa.
-Ven, sube, no tengas miedo, no iremos muy lejos -me dijo.
No pude moverme, pues volvía a ser presa del pánico y empezaba a arrepentirme de haber acudido. Entonces, él me tendió su arrugada y marchita mano. Hubo algo en ese gesto que me conmovió y me hizo perder el miedo (quizá porque fue el gesto que inició nuestra amistad). Lo agarré fuertemente y me ayudó a subir en la barca. Dimos un largo paseo en silencio, durante el cual no dejé de observarlo. Tenía siempre una mano fuera de la barca y, con el dedo índice extendido, acariciaba dulcemente el mar.
Finalmente, volvimos a la playa, aún en silencio. Ni siquiera lo rompió para despedirse. Me dedicó otra de sus sonrisas sinceras y supe que debía irme.
Al llegar a casa, todos seguían dormidos. Me metí de nuevo en la cama y dormí hasta que mi padre me despertó para llevarme a dar el habitual paseo.
Mientras caminábamos, oí el mismo susurro soñador y cansado que ya había oído otras veces:
-Cierra los ojos. Entonces recibirás la carta que te escribí antes en el mar. Recuerda: lo esencial es invisible para los ojos. Cierra los ojos.
Cerré los ojos y escuché en silencio. El murmullo del mar trajo a mis oídos lejanos susurros que se entrelazaban en una melodía reconfortante y tranquilizadora. Me sentí en paz conmigo mismo. Fui feliz. Después de un rato, una vez la carta hubo terminado, abrí los ojos lentamente. Miré a mi padre. Él también acababa de abrirlos. Le sonreí con una recién descubierta complicidad. Él me devolvió la sonrisa.
No volví a ver nunca más al viejo barquero, pero su recuerdo y sus palabras se quedarían fuertemente grabadas en mi memoria. Y aún hoy, muchos años después, sigo yendo a pasear a la misma playa para escuchar el murmullo de las olas al romper en la arena, que parece la melodía reflejada del cielo recién iluminado, como si fuera lo único que existe en mi mundo. Ahora llevo a mi hijo al mismo lugar donde me llevó mi padre y le vuelvo a dedicar las mismas sonrisas llenas de calma que me dirigía él. El pequeño me las devuelve, contento por verme feliz. Pronto le visitará el barquero.
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