lunes, 18 de octubre de 2010

El Soñador: Hospital

Después de que me atropellara el coche, me llevaron al hospital (esto me lo han contado, yo estaba inconsciente). La verdad es que me vinieron bien esos días ausente del mundo, fueron de los mejores momentos de mi vida. Me explico. Normalmente, yo acostumbro a tener sueños entrecortados por cortos períodos de realidad (sólo cuando son absolutamente necesarios). Sin embargo, aquellos 5 días en coma fueron estupendos. ¿Os podéis imaginar lo que es un sueño continuo durante 120 horas? Quizá alguno de vosotros (no, no lo creo, sé que no me comprendéis) haya pasado por una experiencia similar. Quizá incluso más días. Entonces diréis: "Vaya tontería, eso no es nada". Pero sí que es mucho para alguien que, a lo máximo, sólo había podido tener unas 12 horas de sueños continuos (la noche que más durmiera).

Cuando desperté, me sentí muy triste. Volvería a la misma rutina de siempre realidad-sueño-realidad-sueño... El resto de las personas, como siempre, no me entendieron. Pensaron que mi tristeza era producto del susto que me había llevado al casi haber muerto. Si supieran lo bien poco que eso me importa... Es más, después de esta nueva experiencia, me empiezo a preguntar si la muerte no será mi fin último pues será un sueño eterno, o, como sostienen algunos, sería una nada eterna. Prefiero no arriesgarme, al menos por el momento. Aún tengo muchas cosas que hacer. Y, dentro de lo que cabe, algo mejor que nada, aunque este algo sean sueños entrecortados.

Así pues, como decía, el resto del mundo no comprendió mi tristeza. Me traían flores e incluso oía a mis padres, mientras tenía los ojos cerrados, comentar la posibilidad de llevarme a un psicólogo. Esta loca idea supongo que se les ocurriría porque aquellos días yo aún no me había vuelto a acostumbrar a los irritantes sueños entrecortados, por lo que buscaba hacerlos más y más largos, lo que me sumía en un estado de ensoñación aún mayor del normal. Estaba poco menos ausente que cuando me encontraba en coma. Sin embargo, a los pocos días me recobré del todo y me resigné a la misma rutina de siempre. Mis familiares y amigos, que no podían comprender (como siempre) una recuperación tan rápida, seguían tristes y preocupados por mí, aún barajando el llevarme al psicólogo. Yo, por no defraudar sus principios, por no retorcer y cambiar sus ideas, me obligué a fingir por un tiempo que seguía triste. Esto, aunque parezca mentira, los reconfortaba más que si hubiera estado feliz. Parece una paradoja, ¿verdad? Si me hubiera demostrado que me había recuperado demasiado rápido, pensarían que me callaba cosas. Estarían todo el rato encima mío intentando sacarme una verdad que no existía e incluso se plantearían más seriamente llevarme al psicólogo. Todo por ser feliz. ¿No es, acaso, estúpido? Es bien rara la gente.

Transcurrido un tiempo donde actué (como siempre) perfectamente, continuando mi simulación de tristeza y melancolía para que no se preocuparán por mí, me pareció que ya había seguido los esquemas de una recuperación normal y, por lo tanto, podía ser feliz. Amanecí con una sonrisa en la boca, después de un bonito sueño. Siempre es bueno amanecer con una sonrisa en la boca. Te alegra todo el día. Los médicos, convencidos de que había seguido patrones de evolución normales y que ya estaba recuperado tanto física como psicológicamente, me dieron el alta. Volví a casa. Cuando cruzaba el paso de peatones que llegaba la puerta de mi casa, sonreí al semáforo (como hacía siempre). Este gesto me hizo sentirme como quien, después de un tiempo, vuelve a encontrarse con un gran amigo. Es una gran sensación, sin duda. Tras unos días en los que todo volvió a la normalidad, habiéndose empeñado insistentemente mi hermana como sólo ella sabe, nuestro padres nos pagaron el viaje para ir a Oxford en 2 meses. Sería un gran viaje, sin duda. Aún sin conocerlo, ya sólo con su nombre. Pues, si hubiera tenido que traducir dicho nombre al español, hubiera sido: Ciudad de los Sueños.

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