domingo, 18 de abril de 2010

El Soñador: Sábado


Salgo a la calle. No importa que esté nevando, así todo es más bonito. Los peatones (incluso yo) son pequeños esquiadores perdidos que vagan por las pistas intentando esquivar las bolas de nieve que se cruzan por su camino ocasionalmente. Los semáforos son gigantescos muñecos de nieve cuyos botoncitos emiten luces verde, ámbar y roja. ¡Hasta saben hacer parar a las presurosas bolas de nieve! Y todo está cubierto por ese manto blanco, blanco a la noche y el día e incluso al atardecer, blanco. Ese manto blando y silencioso donde se graban nuestras huellas al pasar hasta que otro caminante (o la propia nieve) las hace desaparecer.

Así pues, salgo a la calle y empiezo a caminar. La nieve cruje bajo mis pies, bajo las suelas de caucho de mis mejores zapatos. No tardan en quedar empapados. Pero a mí no me importa. ¿Acaso puede ser mala alguna consecuencia de algo tan bello? Hasta una muerte sería hermosa…

Sigo caminando. Camino demasiado lento (no preguntéis por qué, la respuesta sería demasiado complicada), pero demasiado deprisa para las personas que se apartan a mi paso y me dirigen una mirada donde se funden estrés, cansancio, irritación y alguna palabra malsonante no llegada a pronunciar. Pero camino demasiado lento. Ellos no lo comprenden. Cualquier camino que no permita hacerlo todo, no es suficientemente rápido. ¿O es que podría cruzar el Universo siguiendo mis propios pasos?

No. Pero ellos no comprenden. Nunca aspiraron a poseerlo todo. O, según lo mires, a no tener nada. Nunca aspiraron a poder hacer cualquier cosa. A poder imaginar cualquier cosa. A soñar. A conseguir llamar a los sueños realidad y a la realidad, sueños. Con tan sólo imaginación, podría cruzar el Universo. ¿Se puede conseguir eso andando? ¿O quizá volando? ¿Acaso simplemente viviendo? No, posiblemente no me comprendáis.

Llego a una parada de autobús y me detengo. Cruzo los brazos. Odio tanto esperar… Al fin llega. Subo, pago el viaje y me dirijo hacia el final del vehículo. Allí están mis amigos, charlando alegremente sobre tonterías, cotilleos o anécdotas graciosas, en asientos azules no demasiado cómodos. Me ven y sonríen. Yo devuelvo la sonrisa, como siempre. Y me enfrasco en su conversación, abandono mi alma soñadora en un rincón de mi mente y me dispongo a ser el amigo bueno, amable y gracioso que a todos les gusta que sea. Me vuelvo uno más de ellos, aunque sea por un intervalo de tiempo y tan sólo aparentemente.

Llegamos a nuestro destino. Poco antes, habíamos pulsado el botoncito rojo de “STOP”, situado en la parte frontal de una barra amarilla que se encuentra a nuestro lado, sirviendo de apoyo a los pasajeros que no están sentados. El autobús se detiene, abre las puertas y nosotros bajamos, como si obedeciésemos a sus silenciosas órdenes secretas. Allí nos aguardan más amigos sonrientes que también esperan que les devolvamos la sonrisa. Más cotilleos, anécdotas, risas y, sobre todo, ningún sueño. Tan sólo pura y asquerosa realidad barata, de esa que tienen todos. Mientras tanto, sigue nevando y nosotros sólo podemos protegernos con nuestros abrigos, nuestros guantes y nuestros gorritos de lana. Estamos empapados. Pero tan dulcemente empapados que aún guardo las cenizas de aquel sabor en mi boca.

Os preguntaréis, si tanto me quejo, porque los acompaño. Yo también me lo he planteado. Al final, llegué a la conclusión de que me importan. Aunque sólo sea por contentarlos, vengo con ellos. Ya tendré mi tiempo para soñar en otros momentos. Quizá, tan sólo quizá, se esconda también algún motivo oculto. Algo así como que aún tengo esperanzas de que algún día me comprendan y aprendan ellos a imaginar también (aunque no creo que ocurra). ¿Acaso no soy yo el Soñador?

Después de tomar algún aperitivo en una cafetería para llenar el estómago, nos dirigimos a un bar (siempre es el mismo y siempre hay más o menos las mismas personas, pero yo no me quejo, a mí no me importa). Cruzamos la puerta y vamos a nuestro sitio de siempre, apoyados en la barra, mientras alguno mueve su cuerpo al son de la horrible música que suena demasiado alto. Entre copa y copa, van adquiriendo esa alegría primaria que da el alcohol y sus cuerpos cada vez se mueven con menos barreras siguiendo la música. Digo “ellos” porque yo no bebo. Aunque me insistan, sábado tras sábado. No me gusta. Modifica tu forma de ser, va anulando tu voluntad y, estoy seguro, tampoco te permite soñar. Los reduce a simples animales de la diversión. ¿No es algo espantoso? Yo estoy por encima de todo eso.

Van pasando las horas, conocemos a más gente y nos encontramos con otra que nos conoce o, en algunos casos, eso dice, pues ninguno de nosotros lo recuerda. Pero seguimos riendo sus estúpidas gracias alcohólicas. Ellos, porque también están “contentos”. Yo, porque voy con ellos y sé que eso les gusta.

Las horas van pasando, se va haciendo tarde y debemos marcharnos a nuestras respectivas casas. Salimos, con los oídos dolidos y la ropa apestando asquerosamente a tabaco por la vasta concentración de humo que había dentro. Nos despedimos y cada uno toma su camino, volviendo a coger el autobús que lo lleva a su casa. Yo monto con los dos mismos amigos que antes. Se bajan un par de paradas más allá de la mía. El bus se detiene de nuevo, sólo que esta vez donde hace unas 5 horas que subí a él (concretamente, en la acera contraria). Tras pulsar el botoncito rojo de “STOP” en la barra amarillenta, me bajo de él, despidiéndome de mis amigos, a los cuales dedico una última sonrisa antes de que el autobús vuelva a arrancar. Me encamino a cruzar un paso de peatones. No se distinguen las rayas blancas dibujadas en el asfalto gris pues todo continúa cubierto por el leve manto blanco. Sin embargo, lo distingo por el gigantesco muñeco de nieve con sus luces roja, ámbar y verde. Me da paso, parando a las intrépidas bolas de nieve, en un gesto de amabilidad. Se lo agradezco con una sonrisa (la misma que les dedico a mis amigos) y cruzo.

Continúo caminando hasta que llego a mi casa. Pulso el botón plateado del portero automático a cuya izquierda pone el piso y la puerta en la que vivo. Contestan. Apenas presto atención, sumergido de nuevo en mi propio mundo, y respondo con la misma fórmula de siempre: “Soy yo”. Suena un ruido metálico que me indica que ya puedo empujar la puerta y entrar. Avanzo hacia las escaleras y comienzo a ascender por ellas (nunca me gustó el ascensor), hasta que llego a mi piso. Llamo, me abren y entro. Me hacen las mismas preguntas que siempre, medio en broma, medio en serio: “¿Has fumado? Porque hueles mucho a tabaco.”, “¿Y has bebido?” Respuesta negativa a ambas (como siempre).

Cansado, me dirijo a mi cuarto y, una vez dentro, me pongo el pijama, amontonando la ropa usada y pestilente en la silla de mi escritorio. Me acuesto. Por fin llega el momento más mágico del día: la noche. Pero no la noche de alcohol y música. La noche de los sueños.

Bien, aquí termina mi historia. Sé que no os he convencido. Sé que no me comprendéis. Aún así, aspiro a que algún día alguien entienda la diferencia entre la sosa y triste realidad y los sueños felices y mágicos. Siempre puedo imaginarlo.

Y ahora que ya conocéis mi itinerario de todos los sábados, quizá recordéis que alguna vez me visteis (me distinguiríais tal vez por la estúpida sonrisa a los semáforos). Igualmente, por si a partir de ahora me identificáis en la calle, queréis llamarme y no acude a vuestra mente ningún nombre (pues no lo he dicho), sabed que yo puedo ser Mario Vallino, Mario o, incluso, Vallino. También, el Soñador o el Ensoñado. Pues eso es lo que soy. Aunque intente cambiarlo esta cruel sociedad realista que se contenta con escuchar el murmullo del llanto de una pobre niña agazapada en una esquina. Aunque nadie me comprenda. Al fin y al cabo, ¿no podríamos ser todos consecuencias de alguien que imaginó demasiado?