miércoles, 30 de diciembre de 2009

Poemas 17


Sin título XI

Polvo de sombra.
Polvo de amor doliente muerto.
Polvo de vida que apaga suspiros
y suspiros que apagan velas
que van a dar al mar
en cuya arena rompen las olas.
Olas que trituran el polvo
para dar más ceniza quemada de sueños
al viento, más nada y nada.



Sin título XII

Sobre olas de tormenta navega
un faro púrpura de brillante estaca.
Sobre olas de mar bravío y tembloroso,
ríos de sangre y bosques de plata.

Sobre ráfagas perdidas de viento,
se desliza entre las hojas rotas
del parque y el barro sucio
una linda y ahorcada mariposa.




Amistades rotas

Hasta hoy pensé que la amistad no era
tan volátil, tan efímera y pasajera.
Y es frágil y caduca como un pétalo blanco
de lirio que arranca sin apenas esfuerzo el viento.

El viento. ¿Acaso todos esos recuerdos,
esas tardes juntos
(o cuando anochecía, bajo las estrellas),
esas charlas amenas y agradables,
esas sonrisas, risas y tantas penas y llantos compartidos,
acaso se los lleva también el viento?

Oh, cenizas, polvo y sombra
(ya solo amagos de memoria),
¡pasto amargo del olvido cubierto de rocío
(que son mis lágrimas)!



Los pasajeros

Qué importantes los pasajeros
que te acompañan en la barca
a lo largo del río apenas trasparente.

Cuando ellos cambian
(o, simplemente, no están),
ya no son las mismas aguas.

Ya no ves los coloridos peces que las navegan,
ya no oyes cantar a los árboles circundantes,
solo son tristes ráfagas de viento que arrastran tu barca
intentando convertirla en astillas que cubran la orilla negra
donde el olvido se oculta.




Sueños de acero y cristal

Entre acero y cristal
se encuentran mis sueños.
Entre bellas olas de mar
sangrante y abierto.
Entre mariposas coloridas
que habitan campos de flores
grises (y ahora secas y marchitas).

Mis sueños,
un día pareciendo tan eternos y fuertes
y al siguiente (¡oh, rotos!),
en pedacitos tan pequeños...



Pecera

Mece el viento los árboles
cuyas hojas escarlatas arrastra el otoño
a través de la ventana.
Adentro, cuerpos tranquilos distraen sus mentes
entre marañas de papel y palabras.
Iluminadas por la luz de un cielo azul y abierto
emiten leves destellos las mesas verdes.
Alguna que otra planta se intercala
con papeleras y calefacciones blancas.
Todos nosotros, todos ellos, todo,
rodeado de paredes de cristal.
Al otro lado, visible pero ausente y lejano
como en un sueño,
se desarrolla un mundo paralelo.

Poemas 16


Amar

Amar
es la cura de la soledad, la depresión,
el cansancio de vida y la ausencia de sueños.
La gota de rocío de la más bella flor
acusando y venciendo al desierto más árido.

Amar
es volver a cogerte de la mano
como aquel primer día bajo las estrellas
y volver a perderme entre tus ojos verdes
respirando tan solo besos.

Amar
es ser feliz sabiendo que,
siempre presente (¡y futuro!) a mi lado,
se encuentra un ser perfecto.
Y yo te amo.



Tú y yo

Madrugará temprano el mar cada mañana
solo para ver a su lado
aquel instante nuestro.

Las olas rasgarán con su espuma plateada
las cenicientas orillas de arena,
ansiosas de arrancar nuestros cuerpos.

Oh, pero nosotros proseguiremos.
Volaremos más allá del mar inmenso
y sus espumosas olas blancas.

Más allá del horizonte, donde solo queden
el cielo abierto a la noche oscura
y un par de estrellas iluminándonos.

Allá, donde solo mora el silencio,
abrazaremos nuestros cuerpos enamorados
y, juntos, callaremos en un beso.



Una flor

Las suaves olas del mar rugen a lo lejos.
Yo las escucho, sentado en mi balcón de arena.
Yo, sólo yo, y mi compañera, la noche silenciosa.

Una única flor crece en la playa.
Se eleva, minúscula y azul,
hacia el inmenso vacío oscuro.

Yo la admiro con ojos brillantes y alegres.
Sus dulces pétalos, su puro tallo.
Sus besos.

Oh, las olas rugientes arañan la arena.
Arañan la arena y me arrastran
entre sus espumas blancas.

Mi cuerpo desaparece lentamente entre ellas
dejando atrás sólo burbujas de sangre
que se deshacen en la superficie.

Allá mismo, en el plateado mar,
crecerá de la sangre una flor aún más magnífica:
una rosa roja enamorada.





Golondrinas rojas

Una lluvia de cristales surca el cielo.
Vuela el aire y cantan los árboles.
Surcan nubes el campo verde.
Nubes rojas de sangre, rojas de rosas
y mariposas enamoradas.
Infantiles rayos de luz oscura
envuelven el tenebroso bosque
donde mi voz se pierde buscándote.
Si existe un solo eslabón de tristeza
es aquel que arrastra mi cadena.
Si existe un Dios entre los dioses
que arruinan nuestras vidas.
Si existe hambre en un mundo
donde solo existan sueños.
Oh, si existe una golondrina roja
es aquella que lleva mi amor.



Hoy he vuelto

Hoy he bebido por última vez de este vaso
de lágrimas que ya no habrán de ser derramadas.
Hoy, a la noche, he alzado mi mirada
hacia el cielo y he puesto nombre a esa estrella solitaria
que vuelve a iluminarme en silencio.
Hoy, he vuelto a soñar.


Hace tiempo

Hace tiempo que no cantaban los árboles,
repletos de pájaros multicolores,
que no volaban dulcemente las mariposas,
con la brisa,
en aquel campo de amapolas.




Ayer soñé

Ayer soñé con un océano verde
cuyas pupilas negras expiraban brillos felices.
¿Serían tus ojos o los míos?
¿O los de ambos, unidos por amor?

Ayer soñé que soñaba y nosotros,
sin alas, solo cogidos dulcemente de la mano,
alzábamos nuestro vuelvo hacia aquella estrella
que a lo lejos llevaba nuestro nombre.

La luna nos acunaba armoniosamente
al son de nuestros besos.
Qué importaba que el Universo no fuera infinito.
Nosotros, volando, lo haríamos.



Poemas 15


Sin decir adiós

¿Qué será de aquel mundo con el que todos
soñábamos?
De aquel resplandor azul, a lo lejos perdiéndose,
a lo lejos.

¿Qué será de nuestros ojos, nuestros ojos
tristes
y rajados con la intensidad de un relámpago vibrante
del azul lejano?

¿Qué será de nuestras almas en este océano
penoso
donde los felices se hunden por y para siempre siquiera
sin decir adiós?

Sin decir adiós nos vamos todos, sin rogar a Dios,
inexistente,
sin llorar inútiles, sin oscura piedra blanca
de lápidas amargas.



Destino

"Soñamos para no vivir
y vivimos para morir."
Es nuestro destino y está escrito en todas las plazas girses
por las que cada día caminamos.

Es el viento quien nos seca como hojas arrastradas del otoño.
Nos vuelve viejos a cada instante, nos vuelve locos.
Creemos oír un leve rugido de viento a lo lejos
y, horrorizados, nos obligamos a pensar que tan solo se trata
del oleaje bravo del mar arrugado en la arena.

Si vemos, a la noche, a un ser que prepara
sus alas negras para volar cuando despierte el alba,
le escupimos y maldecimos su nombre en alto.
Entonces, de pronto solos y asustados,
miramos a nuestro alrededor y vemos,
como a través de un velo transparente y ficticio,
la triste plaza que reza:
"Soñamos para no vivir
y vivimos para morir."

Después de escuchar estas palabras comprendemos
el misterio que guardaba el aire de amapola.
Mientras tanto, nos calzamos nuestras alas negras rotas
para volar cuando despierte el alba
(aunque ya están rojas de sangre, derramadas).




Muertos

Nunca volveremos a ver a aquellos que están muertos.
Sus rostros se convertirán en polvo
y su recuerdo lo perderá el viento.
El mismo viento que nos azota,
trayendo débiles y apenas audibles susurros
de aquellos náufragos del olvido.

Y la tierra marchitará para siempre.
Morirán los pétalos de rosa y las flores
y ennegrecerá el horizonte
que un día trajo la esperanza del sol amanecido.

Quedan solo caminos de piedra sesgados con hachas,
apenas iluminados, donde un tropiezo
significa caída irreversible
a ambos lados del precipicio
donde se esconde, oscura, la muerte.




Adiós

El río transcurre, rápido y cristalino,
arrasando a su paso.
Arrastra bosques de lágrimas malditas
y entresijos de sueños.

Sin embargo, perdurarán los picos nevados de las montañas,
las extensas praderas verdes rebosantes de flores,
así como las gráciles gacelas que las recorren
y los monos que trepan por los árboles colindantes.
Perdurará la naturaleza, y yo unido a Ella,
también viviré.

Pero vosotros, ¡oh, estúpidos, artificiales!
Creísteis ser inmortales en vuestro mundo
y ahora moriréis bajo el yugo de vuestra propia mano.
¡Adiós, humanidad! Hasta siempre.




No hay tiempo

No hay tiempo para el olvido en el amanecer sangriento
del que siempre sueña
sueños que acaban en nada, donde la nada lo es todo
y todo es vacío.

La felicidad se pierde, volátil, entre los muros altos
de esta casa fría y rota,
como pequeñas notas de música que fueron esbozadas
para jamás ser oídas.

Oh, nuestros ojos no ven los peligros detrás de la frialdad
de las bellas estatuas blancas.
Se pierden observándolas, pierden el tiempo, la sonrisa,
y acaban perdiendo la luz, la vida.

Poemas 14



Los sueños

Los sueños son pequeñas estrelas.
Los observas brillando más que nada
en la noche y alargas la mano
(se cierra sobre el aire)
y sientes que no los alcanzarás nunca.




Cuentos de hadas

Las olas del mar rugen a lo lejos.
Yo las escucho, sentado en mi balcón de arena.
Yo, solo yo, y mi compañera, la noche silenciosa.

Otro día, como hoy junto al mar,
te prometí que nunca cambiaría
y tú me prometiste lo mismo.
Ambos hemos roto nuestra promesa.

Pero qué importa ya si nuestros cuerpos perdidos
navegan sin rumbo, nuestras almas ausentes.
Si ya solo quedan montones de hormigón
sobre la calle que paseábamos.

Ya nuestros cuentos de hadas,
ya están perdidos nuestros sueños.
Y una última tirada de dados al mar.



Volaré más allá del mar

Soy sólo un ser efímero sin cuerpo
que escribe a la soledad fría.
Viandante de la misma calle donde todos soñamos
sueños que acaban en nada,
donde la nada lo es todo
y todo es vacío.

Fiel arpa rota cuya sagrada nota se perdió
hace ya mucho tiempo,
me arrastro por los suelos
como una hoja reseca, caída de algún árbol,
que va a parar a parques olvidados.

¿Existe el amor donde sólo cabe el odio,
donde se perdió hace tiempo su significado
y solo son peces asustadizos los que navegan
y huyen de este mar sangriento?
¿Existe el amor en estos ojos rotos?

Volaré con alas de plástico
más allá del mundo. Más allá
de lo inimaginable, donde solo quedemos
un cuervo triste y yo
esperando en silencio al anochecer oscuro.




Declaración de amor a la noche

Si no existe el tiempo, ¿qué importa que yo
sólo sea un instante más, perdido en el mundo?
Sólo amo a la noche.

Ella es mi única y triste compañera
en el desamparado silencio oscuro.
Sólo ella me cuida.

Sólo ella es capaz de acariciarme levemente
con esa brisa que tanto anhela
mi cuerpo roto.

Esa brisa esculpida en cristal blanco,
que es lo único que aleja mi eterna melancolía
con dulces escalofríos que recorren mi espalda.

Las suaves olas del mar rugen a lo lejos.
Yo las escucho, sentado en mi balcón de arena.
Yo, solo yo, y mi compañera, la noche silenciosa.

Sólo ella puede ser una persona
y al mismo tiempo nadie.
¡Oh, amor, tan lejana y ausente!

Solo, amo a la noche.




jueves, 1 de octubre de 2009

Poemas 13


Cementerio de sueños

¿A dónde van a morir los sueños?
Vagabundos de su propia memoria (el olvido),
deambulan por las calles de una eterna necrópolis desierta.
Buscan su tumba, dejando un rastro de huellas perdidas
que arranca llantos en las piedras del camino polvoriento.

Ya no hay lápices de colores que pinten
un bonito horizonte luminoso. Tampoco
una red de plástico que atrape las penas.
Ni tan siquiera falsos muñequitos de cartón en mi mente
que me susurren que todo irá bien.

Todos los sueños, hasta los más perfectos,
sólo son ventanitas de cristal
por las que observas, apoyado, la luz celestial del día.
Pero un día la ventana se rompe,
explota en mil pedazos de cristal
y caes por ese oscuro hueco que deja.

Ya no ves el sol, sólo oscuridad,
oscuridad en tu caída al vacío.
Y vas perdiendo el cuerpo, la mente,
todo aquello que un día lo fue todo
y ya sólo es polvo, cenizas...
nada.



Demasiado tarde

Todo acabó. Ahora es verdad
lo que un día sólo fue mentira.
Y las nubes se alejan con el viento.
Se van lo árboles, la hierba y las flores.
Puebla un horizonte oscuro el cielo inmenso.
No me hace falta levantar todas las piedras del camino
para saber que debajo de cada una hay una lágrima mía.

Nadie se salva de la tristeza.
Ni de creer perfecto lo que no es
y darse cuenta ya demasiado tarde.
Demasiado tarde para comprender que la única diferencia
entre un amanecer y el siguiente
es el inútil número que cambia en el calendario.
Demasiado tarde. Demasiado tarde
para dejar de caminar solos, abandonados desnudos al frío.

Pronto (no digo hoy pero quizá sí mañana),
se borrarán de la tierra nuestras huellas
y ya nadie nos dedicará
un pequeño recuerdo en su mente.
Es demasiado tarde ya para pensar.
Todos estamos muertos.

Allá donde moran los sueños...



Allá donde moran los sueños,
quiero depositar mi vela de papel;
prenderle fuego y dejar que arda
hasta que el viento se lleve sus cenizas...

Poemas 12



Mariposa atada

La brisa del patio mecía
los pequeños árboles verdes.
En un rincón,
una mariposa azul sacudía tintineante
las cadenas que frenaban su vuelo.


Sin título IX

Para ver que todo se acaba
sólo hace falta acariciar el aire,
en la mañana,
más frío y ausente que nunca.


¿Quién no quisiera?

¿Quién no quisiera devolver la ardiente luz de antaño
a los tristes días de hoy?
Volver a sentir mi mano estrechando la tuya,
y suspirar, de nuevo, juntos.

¿Quién no quisiera olvidar para siempre
el negro placer del llano?
Y recordar cómo se sonreía,
cada mañana, a la salida del sol.

¿Quién no quisiera, como entonces,
volar hacia un horizonte de esperanzas abiertas?
Los pájaros se apartaban de nuestro vuelo
y, maravillados, se perdían observándonos.

¿Quién no quisiera poder amar por siempre
y sentirse tan próximo a Ella
que en tu felicidad hicieras caer,
desde el cielo, confetis en forma de rosas?

¿Quién no quisiera
no caer en el olvido?


Sin título X

Volverán alguna vez los tristes días de antaño,
más tristes aún,
a poblar, melancólicos, nuestros sueños.


Llamada desesperada

Necesito un abrazo. Un leve vestigio
de que ella sigue ahí
y no la he perdido entre mis brazos.
Los rayos de sol hieren más
que cualquier arma que invente un ser humano
si los observas sin ojos en la mañana desierta.
A la noche, las estrellas van empequeñeciendo poco a poco
como si fueran delicadas mariposas doradas
que se alejan de flor en flor hacia el olvido.
Donde hubo un día tierra firme y verde,
ahora hay un mar tormentoso e inestable
cuyas lágrimas lo desbordan todo.
Sueños rotos (amagos de sueños),
demasiado cansados para caminar hasta su tumba
se desperdigan en una orilla de gris ceniza.

lunes, 28 de septiembre de 2009

La mancha de café


Román Benniotti se levantó con prisas, como todos los días, a las 7:30 de la mañana (ni un minuto más ni uno menos, era importante que llegara puntualmente a las 8:00 a su trabajo, una empresa financiera), y bajó a desayunar. Desayunó… lo de todos los días: alguna tostada y una taza de café con leche. Se duchó y vistió rápidamente y salió sin que siquiera le diera tiempo a comprobar lo bien que le quedaba el flamante nuevo traje que se había comprado. Todos sus compañeros se asombrarían.

Llegó al trabajo corriendo (como siempre) pero puntual, a las 8:00 clavadas. Entró con pasos majestuosos, esperando a que todos sus compañeros alabaran a su traje. Sin embargo, se llevó una gran decepción al comprobar que, aunque le saludaban más distraídos de lo normal mirándole, esta mirada era más bien de extrañeza que de asombro, y, desde luego, nadie comentó nada. Román se dirigió a su puesto cabizbajo, pensando en qué narices pasaba para que nadie le hubiera hecho ningún comentario. Fue pasando la mañana atendiendo a los clientes, los cuales también se quedaban mirando su traje nuevo de forma rara, pero tampoco decían nada. Román cada vez estaba más extrañado.

Casi al final de la mañana, poco antes de que acabara su horario de trabajo, se le acercó el jefe con cara de no muchos amigos:

-Señor Benniotti, ¿cree usted que estás son formas de estar presentable para trabajar? –le preguntó con voz seria.

Román, con la rabia que había ido acumulando durante toda su decepcionante mañana, contestó furioso:

-¿Presentable? –casi gritó- ¡¿Presentable?! ¿Acaso mi carísimo traje nuevo no es forma de estar PRESENTABLE para trabajar?

El jefe endureció el gesto.

-Mire, le voy a decir un par de cosas –dijo con voz tranquila pero a la vez tremendamente seria-: Primera, su “carísimo nuevo traje” tiene una mancha de café cruzándolo de arriba abajo. Segunda: usted esta despedido, no me puede hablar de la forma que lo ha hecho, ya sabía usted que en esta empresa no se permite la indisciplina. No se moleste en suplicar ni en volver a pasar por aquí –terminó con la misma voz tranquila con la que había empezado, dándose la vuelta y desapareciendo tras un enjambre de mesas y ordenadores.

Román se levantó abriendo mucho los ojos, asustado, mientras clavaba la mirada en la marcha de su jefe. Pero este había sido claro: nada de súplicas. Así que recogió todas sus cosas y se fue de allí, no sin dedicar una última mirada asesina a aquel inmundo ser que lo había despedido.

Recorrió las calles al borde del llanto, haciéndose un millón de preguntas sin respuesta: ¿Cómo se lo explicaría a su esposa? ¿Qué diría? ¿Lo aceptaría? ¿Volvería él a encontrar un buen trabajo? ¿Y si no lo hacía que pasaría?... Cada pregunta era más deprimente que la anterior.

Llegó a casa media hora antes de lo normal y se la encontró vacía. Todos los días llegaba más o menos a la vez que Estela (su esposa), pero hoy, obviamente, no era un día cualquiera de “todos los días”. Dejó el maletín en la mesita de su cuarto y se tumbó en la cama, sin ganas de hacer nada, sólo mirando al techo. Estela llegó a las 2:00, tan puntual como siempre. Saludó con un alegre “¡Hola!” que se oyó por toda la casa. Seguro que a ella sí que le había ido bien en el trabajo. “Román, ¿dónde estás?” oyó él desde la cama, con la mirada aún fija en el techo. Poco después, Estela abrió la puerta.

-Cariño, ¿qué te pasa? –preguntó preocupada sentándose a su lado después de dejar su propio maletín también en la mesita.

-Me han despedido del trabajo –contestó fríamente Román, sintiendo por otra parte que las lágrimas comenzaban a resbalarle por las mejillas.

-¡¿Que te han despedido?! –respondió ella gritando- ¡¡¿¿Que te han despedido??!! ¡¡¿¿Y ahora cómo pretendes que cuidemos a nuestro hijo, que viene ya en camino??!! –cada vez elevaba más la voz-. ¡Por mí, te puedes marchar de esta casa ahora mismo! ¡Es más, te ordeno que lo hagas, ya no tienes con qué pagarla!

-Vale –respondió Román, mirándola ausente, perdido.

Después de unos instantes de ensimismamiento, se levantó y, recogiendo por segunda vez en este desastroso día todas sus cosas, salió por la puerta. Bajó casi tropezando por las escaleras hasta la calle y deambuló como un fantasma (incluso la piel se le había vuelto traslúcida) hasta que llegó a un estrecho callejón oscuro sin salida. Se adentró por él y, en una esquina al final de éste, se sentó enterrando la cabeza entre las rodillas. Comenzó a sollozar.

De repente, oyó pasos, pero no levantó la mirada. Alguien se acercaba a él, misteriosamente intentando no hacer ruido y sin decir palabra. Es más, no era alguien, eran varios, 4, 5 o quizá alguno más. Pero Román no levantó la cabeza, le daba igual quiénes fueran, si le robaban o qué le iban a hacer. Su vida estaba ya hecha una mierda. ¿Qué más daba un poquito más?

Dejó de oír pasos pero sentía la respiración de aquellos hombres (o jóvenes) muy próxima a donde estaba él. Levantó la cabeza levemente, lo justo para vislumbrar una camisa con un estampado donde se veía “666” (logo que reconoció como el de una banda llamada “Siervos del Diablo” o “666” y que se dedicaba a asesinar al transeúnte número 666 que pasara por aquella calle). Después, dejó de ver nada, ya que sólo sintió la multitud de puñaladas con las que torturaron su cuerpo de mente ausente hasta que acabó muerto en su propio charco de sangre. Esta vez no le hizo falta recoger todas sus cosas.

Y todo por una mancha de café.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Jack Sparrow (Presentación de un FanFic)


Jack apenas escuchaba los gritos de su tripulación, que reverberaban sobre el casco negro de la nave. Algunos se daban instrucciones entre ellos; otros, sin nada que hacer por el momento o tomándose un descanso clandestino, reían sonoramente compartiendo alguna grosera broma mientras bebían ron; algún que otro osado llamaba a gritos a Jack “¡Capitán! ¡Capitán!”, pero pronto cejaba en su empeño, el Capitán no le escuchaba y sabía que cuando se quedaba en esos estados de ensimismamiento era mejor no molestarle a no ser que fuera algo muy urgente.

El Capitán estaba quieto, meditabundo, en la proa de la Perla Negra. Sus extravagantes ropajes negos y blancos se agitaban con el viento que pasaba veloz y fugaz rozándole, así como las densas rastas que surgían de su cabeza, de tal forma que parecían querer escaparse del yugo de la cinta roja que las atrapaba. Miraba el mar tranquilo que se extendía delante de él, reflejando los brillantes rayos de sol sobre su superficie casi plateada.

Estos momentos eran los mejores de todos. Se abstraía del mundo y ya nada importaba. No había preocupaciones: el agua, el ron, las mujeres, la nave enemiga que les perseguía o a la que perseguían. No, no había preocupaciones, no. Ni temores, ni dudas, ni nada. Tan solo pensamientos, dulces pensamientos que desde su cabeza se deslizaban hacia el mar para caer suavemente sobre su lisa superficie (interrumpida tan sólo por el cortante avance del barco) y perderse allá en el horizonte.

Allá en el horizonte, allá donde los sueños imposibles se trasforman en realidad. Allá donde las penas escapan a guardarse en pequeños tarros de cristal que quedarán olvidados para siempre. Allá donde la mínima alegría se convierte en una razón para estar feliz, y el simple optimismo de saber que se es feliz se vuelve un motivo para estarlo más aún.

Allá observaba Jack Sparrow, meditabundo, en la proa de su querida Perla Negra. Observaba con los ojos ansiosos de un niño que mira su deliciosa piruleta, con los ojos brillantes de un polluelo que desde su nido sueña con poder volar por fin y perderse en aquel lejano horizonte purpúreo.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Altillo abandonado

Es tan sólo un altillo vacío. Muebles rotos se apilan sin orden alguno. Por una ventana situada en algún rincón inportuno entra una luz amarillenta que parece ensuciar aún más la estancia, ya de por sí sola repleta de polvo. Sólo hay movimiento en un rincón oscuro donde un antiguo tocadiscos estropeado gira emitiendo siempre la misma nota. Como si esta le fuera a liberar del polvo que lo recubre a él y a todo el altillo. Como si así pudiese revivir y dotar de la anhelada vida que algún día poseyó al cuarto donde su penosa nota repetida apenas se oye entre las paredes, apenas se eleva hacia el techo y se aleja entre las rendijas para perderse y no volver jamás.

¡Oh, el altillo! El misterioso altillo de cuya vida no sabemos nada (ni sabremos nunca) salvo la soledad del momento, la angustia del silencio frío que lo envuelve con un manto del que nunca volverá a resurgir. ¡Qué importa el pasado, el futuro o el presente! No hay esperanza para el olvido.

domingo, 9 de agosto de 2009

Poemas 11



Anochecer y estrellas

Al anochecer, lloran los pájaros solos.
Más lejos, se extiende el delicado vuelo
de una mariposa.
No hace falta saber de estrellas para contemplarlas
en la inmensa soledad de un rincón vacío.




El Río

Todos volvemos sobre nuestros pasos mojados al Río
y besamos de nuevo el agua pura y cristalina
con la que algún día soñamos.


Diario del muerto en la oficina
(Mezcla mía de los poemas: "El muerto", de José Hierro; y "Oficina y denuncia", de García Lorca)

Os escupo a la cara.
Sí, a todos vosotros que moriréis como yo,
ahogados en la sangre de una multiplicación inacabada.
Vosotros, asesinos de patos, de vacas, de ríos
emborrachados en aceite sucio.
Vosotros, los que nunca sentisteis la delicadeza
de la flor en la mano
ni os pinchasteis con la leve aguja del pino.
Humanos sin tierra ni aire,
sin manos para crear más cosas bellas en este mundo,
solo con pies para dejar huellas de destrucción marchita
a vuestro paso, levantando de los animalitos torturados
lamentos que se oyen por todo el valle donde el mundo entero se congrega
a seguir ciego y sordo vuestros pasos serios.
Vosotros, moriréis en silencio y olvidados,
verdes pastos de hierba ocultarán vuestro camino.
La naturaleza siempre resurge de las cenizas
desde el monte más alejado donde cantan los pájaros
y sólo aquel que la observe apasionado con felicidad muda,
sintiendo la alegría temblar en sus manos; sólo aquél
no podrá morir nunca.


Muerte

¿Qué queda cuando la vida,
la triste vida que llevamos siempre a la espalda,
decide, por fin responsable de sus actos,
ocultarse tras el marco infinito de la muerte?

Cuando sólo puedes llorar a carcajadas,
tienes un último segundo para hacer algo.
Uno, ¿dos? No hay dos.
No te preocupes, ya pasó todo.

Cuando puedes tumbarte a descansar en la cama
quieres soñar pero, de repente,
llevándote las manos a la cabeza
como una flor marchita que pliega sus pétalos,
descubres que no quedan sueños.

No hay árboles, ni hierba, ni flores en el parque.
¡Qué digo! No hay parque.
Ni lluvia tras la ventana cuando buscas las lágrimas
de tu propia imagen reflejada.

Quieres entonces volar,
por fin sin ataduras, sin cadenas ni celdas.
Has de volar
libre. Eternamente libre.

Volar más lejos de lo que ningún vivo llegó
con sus estúpidos aviones de plata.
Volar como un amante sin alas
hacia el frío anochecer oscuro,
ya olvidado.

Amanecerá, después, de nuevo todo reverdecido,
presa del irresistible encanto de la falsa primavera.
Un nuevo día creerá ver la luz
entre las oscuras ciénagas de madera podrida.

Y nosotros, espíritus del olvido,
pájaros negros de la noche,
volaremos todos juntos, sin vida y melancólicos,
con el aullido silencioso de una manada de lobos.


Caballito blanco

Más allá de la luz, hay una pequeña lámpara gris.
En la calle, hace frío. Lo sé (aunque no lo sepa).
Quizá sean las estrellas las que me hablan.
Qué digo, las estrellas. Las putrefactas luces de la ciudad
me impiden verlas.
Allá lejos, suspira un pájaro. Teme por la tardanza
de la primavera en habitar esta ciudad de gris cemento.
Más lejos aún, una amapola (o quizá sea un tierno caballito blanco).
Después de todo, siempre hay más nada que vivir.
Que soñar.
Miro por la ventana (tampoco tengo esperanzas de ver nada).
Abajo, en la calle opaca de acera oscura,
trota un pequeño corcel pálido.
¿O solo es, de nuevo, un sueño?


Hola

Hola. ¡Qué fácil decir hola! Una palabra tan sencilla...
Hola, sigo escribiendo. Pero... ¿cómo seguir?
Hola, es de noche.
Hola, en el cielo se iluminan las estrellas
y en la calle las farolas.
Hola, me pregunto si hará frío allá fuera,
si no será tan acogedora como parece la noche.
Hola, aquí sí pues me hace recordarte, aquí
(sí, en mi pequeño cuarto iluminado por una lámpara gris).
Hola, ¿por qué? ¿Por qué te recuerdo?
¿Por qué sigo diciendo hola?
Hola, te quiero.


Cemento negro

Limones grises. Amanecer sangriento.
Amarillentas piedras se ocultan (las pisamos).
Pájaros blancos sobre el cielo. Quizá solo sean (de nuevo) aviones.
Rascacielos altos. Detrás, un pobre mendigo muerto.
Siempre. Siempre son los mismos giros de aguja
de un mismo reloj impasible. Nos observa en lo alto.
No hay ningún sitio al que escapar.
No hay esquina, rincón oculto.
Todo lo absorbe su manto. Manto de sangre.
De cemento negro.
De hierba y flores huidos para siempre.


Más allá

Más allá de las lágrimas, hay un pálido cristal transparente.
Más allá de las ventanas, el viento mece la hierba y los árboles.
Más allá de los árboles (y la hierba), hay un parque.
Más allá de los parques (arriba), se estrella el cielo ennegrecido.
Más allá, hay más cielos iguales.
Más árboles (y hierba), más parques.
Más allá de otra ventana semejante, hay otra persona.
Quizá esté pensando en lo mismo.

miércoles, 24 de junio de 2009

El bar

No recuerdo nada más allá de la llegada a aquel bar (“La vida”, se llamaba). Fumaba algo extraño (no sé qué era ni por qué lo fumaba, nunca lo había hecho). Había más gente (de eso estoy seguro) pero, sin embargo, tampoco me queda recuerdo alguno de ellos. No debí fijarme. Busqué una mesa vacía y me senté en la carcomida silla.

-Camarero, una cerveza, por favor –pedí en voz alta.

Recuerdo que fue la primera. La primera cerveza de aquella noche y la primera de mi vida. Siempre había rechazado el alcohol. No recuerdo qué había cambiado aquel día, ayer, esa noche. Fue la primera, la primera de muchas más.

De repente, algo cambió en el ambiente. Se tensó, adquirió un espesor aún más abundante del que ya rebosaba. Nadie se dio cuenta, sólo yo (qué digo, si no había nadie más… ¿o no era así?). La pared a mis espaldas se derrumbó sin apenas hacer ruido. Solté la cerveza que llevaba entre las manos (o quizá ya había desaparecido antes) y me giré. Había un gran hueco por el que se podía ver una calle oscura, un cielo oscuro y, quizá, más lejos, alguna resplandeciente estrella. Entró al bar por el hueco un hombre (mujer o lo que fuera) envuelto en una larga túnica negra con una gran capucha sobre la cabeza cuya sombra ocultaba toda su cara. Caminaba lento, como si no hubiera prisa, como si pudiera estarle esperando por toda la eternidad (sí, lo esperaba; o, mejor dicho, no me podía escapar, estaba inmovilizado), y solemne, inmensamente solemne. Un escalofrío recorrió mi espalda ¿Sería el alcohol? Siempre había oído que hacía delirar.

Intenté hablar, pero también tenía paralizada la boca. Después de algunos instantes (siglos) de pasos lentos, llegó a mi lado por fin (¿por qué digo “por fin”? ¿Acaso lo esperaba?). Se quedó quieto delante de mí, cara con cara (misteriosamente yo había acabado de pie). Se descorrió la capucha con parsimonia (como si pudiera esperarlo eternamente). Entonces pude ver su rostro. O mejor dicho, sus ojos, ya que no pude apartar la mirada de ellos. Eran grandes, qué digo, pequeños, inmensamente grandes, inmensamente negros y eternamente profundos. Apenas los miré y supe que en ellos me esperaba una caída sin fondo. Extendió el brazo y posó su esquelética mano sobre mi cabeza. Era fría, muy fría, mucho más de lo que nunca había sentido y de lo que pudiera haber imaginado. Me tocó y todo se volvió negro (¿o fui sólo yo quien se volvía negro?). Y caí, caí, caí. Más allá de sus ojos.

Desperté a la mañana siguiente (ya hoy) con las primeras luces del alba, abandonado en un extraño callejón. Lejos, se podía oír el sordo murmullo de olas del mar aleteando contra el paseo de piedra. Me levanté de un brinco, no sé si sorprendido, traumado o alucinado aún, pero me mareé y volví a caer. Decidí esperar y simplemente me quedé sentado. Después de un rato (siglos), me levanté. Empecé a caminar, reflexionando. Acabé aún más perdido y desconcertado que antes (aunque… ¿estar perdido no es acaso una forma de encontrarse?). Tuve una idea. Volvería al bar de ayer. Volvería, pero esta vez no bebería. Quizá entonces comprendiera.

Empecé a buscar, esta calle, otra, aquella en la punta más distante de la ciudad… Me pasé todo el día buscando en cada calle y cada rincón mínimo. Anocheció de nuevo y no había encontrado el bar. Mis pies habían acabado llevándome al mar. Habían seguido el deseo no expresado de mi mente de oír de nuevo su aleteo. Me apoyé en la frágil barandilla de hierro azul del paseo, de cara al mar. Lo contemplé, hundí mi mirada en la suya. Caí, caí, caí. Por fin (¿qué digo por fin? ¿Acaso lo había estado esperando?) comprendí. Ya no existía aquel bar de anoche. Había caído conmigo en la profundidad de esos ojos negros, los del mar.

martes, 16 de junio de 2009

¿Realidad o sueño?



I

Las mismas finas y rígidas láminas de múltiples colores se extendían hasta donde alcanzaba mi vista y crujían bajo mis pisadas. Varias esferas luminosas brillaban en el cielo y emitían bellos rayos de luz rojos, naranjas, amarillos, verdes, azules, añiles y violetas, que se reflejaban sobre las brillantes gotas húmedas que descansaban sobre las láminas. Las esferas siempre estaban allí, por lo que hablar de días era totalmente falso (la procedencia de dicha forma de expresar el paso del tiempo me es desconocida), por lo que lo más correcto era decir que, simplemente, pasaba el tiempo.

Yo llevaba mucho caminando. Sí, caminando, sin más, no había camino, ni zonas oscuras ni claras, solo había finas y rígidas láminas abajo que crujían bajo las pisadas y las perpetuas esferas en lo alto. Sí, supongo que os lo imaginaréis, pero lo corroboro: era muy, muy aburrido. Caminaba monótona y automáticamente, como un animal irracional, con la cabeza baja y la mirada perdida. Mis pensamientos… creo que es arriesgado decir que los tenía. Lo mismo que mis sentimientos.

Un día (o, mejor dicho, una vez), cuando ya había perdido toda esperanza de encontrar algo que no fuesen las láminas abajo y las esferas en lo alto, caminaba monótonamente cuando, de repente, choqué contra algo. Del susto caí hacia atrás. Me levanté alertado y desconcertado. Nunca había encontrado nada, ¿qué hacer ahora que lo había hecho? Me dije que primero lo mejor era observar, así que levanté la mirada.

Tal era el grado de mi ensimismamiento que ni siquiera me había dado cuenta de que hacía rato había sido cubierto por la sombras (aquí, donde siempre todo estaba iluminado), pues sobre mí se elevaban dos inmensas moles. Tardé un momento en darme cuenta de que eran seres, seres vivos, pues se movían. Este movimiento fue lo segundo que me llamó la atención en ellos (después de la altura): caminaban al mismo tiempo, siendo la pisada de uno una réplica de la del otro, solo que con pies contrarios (izquierdo o derecho). Me quedé mirando fijamente su andar durantes unos instantes, absorto ante su perfección. Lo siguiente que me llamó la atención fueron sus colores, totalmente opuestos: uno era blanco, el otro negro.

Continué andando para no perderles e intenté llamar su atención de todos los modos posibles. Sin embargo, no contestaban, parecía que no notaban que estaba allí. “Después de todo, soy minúsculo en comparación con ellos”, pensé, algo entristecido, pues parecía que iba a seguir sin encontrar compañía, compañía de verdad.

Me quedé parado, contemplando cómo se alejaban. Izquierda, derecha. Derecha, izquierda. Tan perfectos. Tan solemnes. Tan opuestamente iguales.

Los perdí en el horizonte y seguí caminando, ahora en otra dirección. Esperanzado, pues ahora sabía que no estaba solo en “esto”, avanzaba con la mirada alta y viva buscando algún otro ser. Seguí así mucho tiempo hasta que volví a caer en la monotonía y el aburrimiento, en la mirada baja y el ensimismamiento, sin encontrar a nada ni a nadie, mientras las finas y rígidas láminas de múltiples colores continuaban con su eterno crujido continuo bajo mis pies y las esferas seguían iluminándolo todo. Casi hasta echaba de menos la compañía de aquellos dos magníficos seres.

Llegó una vez (no un día), quién sabe después de tanto tiempo en este profundo estado de insensibilización, que me detuve extrañado. Cada vez lo notaba más fuerte. Aquí, allá, izquierda, derecha, arriba, debajo, delante… Ese tintineo en el silencio, esa suave magia poderosa que desde hacia mucho, sin yo saberlo, me había estado atrayendo hacia un punto fijo. Parecía que llegaba. “Por fin”, me dije, aunque tampoco sabía que esperaba encontrar como para decir eso. Desde luego, nunca podía haber imaginado lo que encontré.

Iba a dar un paso aparentemente como cualquier otro (mientras sentía la fuerza cada vez más cercana) en la eterna estepa laminada, pero mi pie no llegó a posarse. De repente, desapareció todo. Las esferas, las láminas, todo. Me encontré flotando en un vacío negro infinito. Pero me movía. Me fijé y me di cuenta de que un punto luminoso a lo lejos cada vez se hacia más grande. Me acercaba a él, o él se acercaba a mí (aunque prefiero pensar lo primero por ser lo menos irracional). Por fin llegué a su lado (o él llegó al mío). Era lo más bello que jamás haya podido ver y aunque viviera por siempre seguiría teniendo que decir lo mismo, estoy seguro. No podéis imaginarlo, pero aún así me molestaré en describirlo (inútilmente). ¿Cómo no hacerlo?

Eran grandes haces de luz, destellos de todos los colores imaginados y por imaginar, se movía como arrastrados por una leve corriente invisible que los hacía girar (aunque con órbitas totalmente imposibles de reproducir en palabras) entorno a un “algo” interno, un núcleo, un simple punto brillante en el centro. Lo más bello y aún más imposible de describir. Pensad en lo más bonito que hayáis visto en vuestra vida. Multiplicad su belleza (si es que se puede hacer tal operación) por infinito. Entonces comprenderéis a lo que me refiero.

Apenas duró este momento (que tanto me demoro en describir) un ínfimo instante. Sin embargo, siempre lo recordaré. Y, justo al final, cuando se me acercó el pequeño punto brillante. Se acercó a mi oído y susurró algo. Yo no lo entendí.



II

Vivo en un pequeño piso a las afueras de una ciudad pequeña. ¿Su nombre? Nunca me ha interesado, así que no puedo decirlo. Una ciudad cuyos edificios, al menos en la zona centro, son bastante feos (por qué negarlo), de colores grises y marrones. Quizá lo único que se salva es la bahía, donde se esmeraron algo más, aparte de estar también embellecida por el siempre brillante y oscuro mar. El clima es bastante bueno, nunca hace demasiado calor ni demasiado frío. También es bastante común estar cubierto por un triste manto gris con clara tendencia a llorar.

Ya ha pasado mucho tiempo, mucho. No, no soy tan mayor como podréis pensar por el comentario anterior, aunque, la verdad, nunca me he preocupado por mi edad, por lo que no la sé (tampoco me preguntéis por mi nombre, el caso es el mismo). Esa despreocupación por estos temas me hace volver a lo que decía antes de empezar a enrollarme, tiene su origen entonces, hace mucho tiempo, antes de que naciera. Recuerdo todos y cada uno de aquellos momentos (se podría decir que tengo una memoria prodigiosa), pero no como solemos recordar aquí. Pues “allí” (el lugar del que hablo) no había nombres, ni propios ni comunes (excepto los más simples), todo se definía por formas, texturas, olores, ruidos, colores... se dejaba a un lado todo el incómodo “mundo de los nombres”. Tampoco existían los días (aún no me he acostumbrado a ellos del todo), solo el tiempo. Por eso estas peculiares “manías” mías.

He preguntado a mucha gente si también recordaba todo lo que había sentido y “vivido” antes de nacer. Algunos me tomaban por un bromista y, o bien se reían, o bien seguían “la gracia”. Otros se limitaban a mirarme raro. Así, he decidido llamar a todo eso que recuerdo “sueños” (es tan incómodo dar nombres… solo lo hago para que me entendáis). Así se suelen llamar a las vivencias imaginarias, y he llegado a pensar que quizá lo sean, ya que nadie más las recuerda; y además nunca “en vida” he tenido lo que los demás llaman sueños, así que me parece un término adecuado. Ahora ya, después de toda esta aburrida explicación, podréis (lo que era mi objetivo desde el principio), ayudarme a responder a la pregunta:

“¿Qué es verdad, la “realidad” (después de nacer) o los “sueños”?


III

Es una sala blanca y fría que, unido al aparatoso pitido de alguna máquina cuya función desconozco, se podría calificar sin duda como incómoda. Hay demasiada luz y es un espacio muy pequeño en comparación con las grandes extensiones que a mí me gustan. Entre sábanas blancas, estirado y sin apenas moverse, en una camilla con estructura de hierro, yace un cuerpo. Bueno, no uno cualquiera, es el mío. Aunque tampoco sé que tengo de especial como para arriesgarme a decir que no soy uno cualquiera. ¿Mis “sueños”? Quizá…

De repente, algo cambia. El pitido empieza a ser cada vez más débil. “Se estarán acabando las pilas de la máquina.”, pienso sin llegar a entender mucho, “Aunque bueno, así al menos dejaré de oír el impertinente pitido”. Como si estuviera debajo del mar, me llega el amortiguado susurro de las cortinas que tapaban mi pequeño espacio (unas cortinas de un verde pálido, muy feo, la verdad). Pienso que será alguno de los niños grandes con bata blanca, guantes y mascarilla que suelen venir a visitarme (yo se lo agradezco mucho) y a contarme cosas que no entiendo. Yo sólo entiendo mis “sueños”, sin palabras, sólo formas, colores, olores, ruidos, texturas… Sin embargo, no he llegado a ver al niño de blanco, la luz penetrante se ha ido. “Por fin han comprendido lo incómodo que era”, pienso.

Ahora, ya tranquilo, vuelvo a replantearme la cuestión en la que tanto he pensado: “¿Qué es verdad, la “realidad” o los “sueños”?”. De pronto, venida como de un leve susurro incomprendido y lejano, halló la respuesta:

“No importa el nombre, ambos son lo mismo. La verdad, aunque sea mentira, es verdad si creemos en ella.”

Al fin podía descansar tranquilo. Y vivir de verdad…