Román Benniotti se levantó con prisas, como todos los días, a las 7:30 de la mañana (ni un minuto más ni uno menos, era importante que llegara puntualmente a las 8:00 a su trabajo, una empresa financiera), y bajó a desayunar. Desayunó… lo de todos los días: alguna tostada y una taza de café con leche. Se duchó y vistió rápidamente y salió sin que siquiera le diera tiempo a comprobar lo bien que le quedaba el flamante nuevo traje que se había comprado. Todos sus compañeros se asombrarían.
Llegó al trabajo corriendo (como siempre) pero puntual, a las 8:00 clavadas. Entró con pasos majestuosos, esperando a que todos sus compañeros alabaran a su traje. Sin embargo, se llevó una gran decepción al comprobar que, aunque le saludaban más distraídos de lo normal mirándole, esta mirada era más bien de extrañeza que de asombro, y, desde luego, nadie comentó nada. Román se dirigió a su puesto cabizbajo, pensando en qué narices pasaba para que nadie le hubiera hecho ningún comentario. Fue pasando la mañana atendiendo a los clientes, los cuales también se quedaban mirando su traje nuevo de forma rara, pero tampoco decían nada. Román cada vez estaba más extrañado.
Casi al final de la mañana, poco antes de que acabara su horario de trabajo, se le acercó el jefe con cara de no muchos amigos:
-Señor Benniotti, ¿cree usted que estás son formas de estar presentable para trabajar? –le preguntó con voz seria.
Román, con la rabia que había ido acumulando durante toda su decepcionante mañana, contestó furioso:
-¿Presentable? –casi gritó- ¡¿Presentable?! ¿Acaso mi carísimo traje nuevo no es forma de estar PRESENTABLE para trabajar?
El jefe endureció el gesto.
-Mire, le voy a decir un par de cosas –dijo con voz tranquila pero a la vez tremendamente seria-: Primera, su “carísimo nuevo traje” tiene una mancha de café cruzándolo de arriba abajo. Segunda: usted esta despedido, no me puede hablar de la forma que lo ha hecho, ya sabía usted que en esta empresa no se permite la indisciplina. No se moleste en suplicar ni en volver a pasar por aquí –terminó con la misma voz tranquila con la que había empezado, dándose la vuelta y desapareciendo tras un enjambre de mesas y ordenadores.
Román se levantó abriendo mucho los ojos, asustado, mientras clavaba la mirada en la marcha de su jefe. Pero este había sido claro: nada de súplicas. Así que recogió todas sus cosas y se fue de allí, no sin dedicar una última mirada asesina a aquel inmundo ser que lo había despedido.
Recorrió las calles al borde del llanto, haciéndose un millón de preguntas sin respuesta: ¿Cómo se lo explicaría a su esposa? ¿Qué diría? ¿Lo aceptaría? ¿Volvería él a encontrar un buen trabajo? ¿Y si no lo hacía que pasaría?... Cada pregunta era más deprimente que la anterior.
Llegó a casa media hora antes de lo normal y se la encontró vacía. Todos los días llegaba más o menos a la vez que Estela (su esposa), pero hoy, obviamente, no era un día cualquiera de “todos los días”. Dejó el maletín en la mesita de su cuarto y se tumbó en la cama, sin ganas de hacer nada, sólo mirando al techo. Estela llegó a las 2:00, tan puntual como siempre. Saludó con un alegre “¡Hola!” que se oyó por toda la casa. Seguro que a ella sí que le había ido bien en el trabajo. “Román, ¿dónde estás?” oyó él desde la cama, con la mirada aún fija en el techo. Poco después, Estela abrió la puerta.
-Cariño, ¿qué te pasa? –preguntó preocupada sentándose a su lado después de dejar su propio maletín también en la mesita.
-Me han despedido del trabajo –contestó fríamente Román, sintiendo por otra parte que las lágrimas comenzaban a resbalarle por las mejillas.
-¡¿Que te han despedido?! –respondió ella gritando- ¡¡¿¿Que te han despedido??!! ¡¡¿¿Y ahora cómo pretendes que cuidemos a nuestro hijo, que viene ya en camino??!! –cada vez elevaba más la voz-. ¡Por mí, te puedes marchar de esta casa ahora mismo! ¡Es más, te ordeno que lo hagas, ya no tienes con qué pagarla!
-Vale –respondió Román, mirándola ausente, perdido.
Después de unos instantes de ensimismamiento, se levantó y, recogiendo por segunda vez en este desastroso día todas sus cosas, salió por la puerta. Bajó casi tropezando por las escaleras hasta la calle y deambuló como un fantasma (incluso la piel se le había vuelto traslúcida) hasta que llegó a un estrecho callejón oscuro sin salida. Se adentró por él y, en una esquina al final de éste, se sentó enterrando la cabeza entre las rodillas. Comenzó a sollozar.
De repente, oyó pasos, pero no levantó la mirada. Alguien se acercaba a él, misteriosamente intentando no hacer ruido y sin decir palabra. Es más, no era alguien, eran varios, 4, 5 o quizá alguno más. Pero Román no levantó la cabeza, le daba igual quiénes fueran, si le robaban o qué le iban a hacer. Su vida estaba ya hecha una mierda. ¿Qué más daba un poquito más?
Dejó de oír pasos pero sentía la respiración de aquellos hombres (o jóvenes) muy próxima a donde estaba él. Levantó la cabeza levemente, lo justo para vislumbrar una camisa con un estampado donde se veía “666” (logo que reconoció como el de una banda llamada “Siervos del Diablo” o “666” y que se dedicaba a asesinar al transeúnte número 666 que pasara por aquella calle). Después, dejó de ver nada, ya que sólo sintió la multitud de puñaladas con las que torturaron su cuerpo de mente ausente hasta que acabó muerto en su propio charco de sangre. Esta vez no le hizo falta recoger todas sus cosas.
Y todo por una mancha de café.