domingo, 21 de agosto de 2011

Valencia


Hace un mes, quizá algo más, sé que volaba hacia un lugar lejano y casi extraño. Formas y colores me llegaban envueltos en un suave perfume de memoria.

Fue un sueño nada claro, vago en sabores olvidados. Sin embargo, recuerdo perfectamente la alegría de todos aquellos instantes soñados en calles derretidas por el sol de verano. Calles que hoy busco (¿también en sueños?). Recuerdo, puedo decir que recuerdo haber encontrado todo tipo de sonrisas: sonrisas alegres, sonrisas chillonas, amables, sonrisas infantiles y cálidas y sonrisas sin ruido, sonrisas tristes, por poco tristes y sonrisas felices, esperanzadas, sonrisas expectantes, dormidas e incluso sonrisas enamoradas. Encontré bromas inesperadas, carcajadas sinceras y aleteantes, playas resplandecientes de espuma cálida, amaneceres con cierto rubor de eternidad. Encontré pasajeros locos de trenes locos, hogueras ardientes y estruendosas de pasión escondida, duendecillos traviesos y al mismo tiempo fieles hasta la médula e, incluso, encontré diseñadores de moda. Y, cuando me giré, hallé los brazos de un amigo que me abrazaban. Gestos que rara vez se pierden y jamás se olvidan.

No obstante, me dije, era un sueño. Y, como todos los sueños (buenos y malos), termina cuando la noche acaba. Crucé los dedos para que la luna nunca escapara del cielo y, sin quererlo, abrí los ojos en ese mismo momento. Abrí los ojos y me encontré en una calle sin nombre de Valencia, con los dedos cruzados y rodeado de amigos. Yo sabía que, a pesar de estar despierto, seguía siendo un sueño que acabaría en algún momento. Pero era un sueño demasiado bonito como para pensar en ello.

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