(Nota del autor: es una historia que tenía que hacer para clase de Lengua con las siguientes limitaciones: el título debía empezar por "¿Por qué...", debía aparecer la palabra "camino", el verbo "acabar" en alguna de sus formas, al menos un diálogo, una metáfora y se tenía que desarrollar en Santander por esta época que vivimos.)
Estaba sentado en el alféizar de la ventana cuando el cielo oscuro empezó a teñirse de rubio en aquel barrio a las afueras de Santander. Permaneció inmóvil, impasible, dejando que la brisa del alba acariciara su rostro y meciera sus cabellos, tiñéndolos de destellos dorados. A sus oídos llegaba el alegre canto de los pájaros despertando la mañana, con el que se deleitaba antes de que llegara el ruido de esas máquinas inundando todo.
Al cabo de un rato, el aparatoso pitido del despertador lo sacó de sus ensoñaciones. Se bajó del alféizar y lo apagó bruscamente. Odiaba aquel desagradable sonido que irrumpía en la armonía de la mañana y el canto de los pájaros. Desgraciadamente, era necesario para no llegar tarde a clase.
Se vestía con lo que su mano al azar elegía del armario, sin las órdenes de su aún ausentada mente, procurando no repetir lo del día anterior. Iba a desayunar a la cocina con sus padres, pero apenas hablaban. Ellos estaban demasiado dormidos, él no se esforzaba, con la mente aún llena de ensoñaciones y pensamientos.
-Buenos días -saludaba.
-Buenos días -respondían sus padres, terminando toda conversación.
Después, su padre lo llevaba en coche a clase. Tampoco hablaban, uno demasiado dormido, otro demasiado abstraído.
Pasaban las clases, las horas y, cuándo quería darse cuenta, ya había acabado otro día más, sin nada interesante.
Esta podría ser una buena descripción de lo que era mi vida hasta ahora. Días aburridos y monótonos, como el sonido de las agujas del reloj en su largo camino.
Pero hoy todo ha cambiado de repente. Me he levantado, he hecho todo lo que hago siempre, monótono y aburrido, sin que mi mente soñadora percibiera apenas nada. Llegué al colegio, fue algo extraño, nadie me hablaba, parecía que ni siquiera me veían. Pero como normalmente tampoco solemos hablar mucho, lo atribuí a que no les apetecía o habían quedado en algo entre ellos para conseguir apartarme del todo, así que no le di mucha importancia.
Así, volví a casa, habiéndome olvidado ya de la anécdota del colegio y sin darme cuenta de lo que hacía.
Llegué y, tras comer, me senté al sofá a ver las noticias del día. Según puse el canal local, escuché atento, estaban relatando que había ocurrido un incendio en la calle San Fernando, número 34, primero izquierda. Tras un instante de lucidez, justo antes de la tormenta, comprendí que había muerto entre las llamas mi único y mejor amigo. Entre risas y lágrimas pensé:
"Qué tonto he sido, ¿cómo no me he dado cuenta de que esta mañana me he levantado muerto?".
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