Llegué por fin. Un campo verde lleno de flores de todos los colores imaginables e inimaginables me rodeaba. Me dejé llevar por la ausencia del viento, me dejé caer… Pi-pi-pi-pi, pi-pi-pi-pi. El pitido de la alarma del móvil me desenterró de mis sueños. Era lunes. De nuevo. Alguna vez había pensado en cambiar ese irritante pitido por una canción, pero acabaría odiando la canción, así que no era buena idea. Me incorporé aún adormilado, rozando una última vez la almohada que tan dulcemente había sostenido mi cabeza soñadora. Me dirigí al armario. Pensé lo justo en qué ropa ponerme hoy. Lo justo para estar a gusto conmigo mismo. Me quité despacio el pijama, como si cada movimiento que ayudara a dejar atrás la noche me costara. Me vestí sin demasiadas ganas y fui a desayunar.
Salí de casa casi corriendo. Llegaba (como siempre) demasiado justo al instituto. Menos mal que estaba cerca de casa. O quizá debiera quejarme. Siempre que tenemos algo importante tan cerca de nuestras manos, no nos cabe en la cabeza que, de repente, pueda expirar. Y es que estaba tan próximo…
Llegué a clase justo cuando tocaba el timbre. La mayoría de mis compañeros estaban ya sentados en sus respectivos pupitres y la profesora por poco me cierra la puerta en las narices. Me apresuré a sentarme en mi sitio, mascullando un “hola” a mis cuatro amigos de siempre, siempre cerca de mí, mientras les dirigía aquella sonrisa (la misma que dirigía a los muñecos de nieve con botones de luces roja, ámbar y verde). La profesora ya había comenzado a hablar, pero yo pronto dejé de escuchar. No cerré los ojos (estaba en segunda fila justo en frente de la mesa de la profesora y hubiera sido demasiado descarado), pero volví a sumergirme en mi mundo. Me dejé llevar por la ausencia del viento, me dejé caer y arrastrar entre aquel campo esplendoroso. Olí las flores. ¡Qué alegre perfume guardaban todas entre sus pétalos (de mil y un colores imaginables y por imaginar)! Algunas sabían a fresa, otras a cielo abierto, despejado y azul, otras a la dulzura de la amistad, la pasión del amor e incluso alguna se atrevía con la nieve pura y blanca de la copa de una montaña.
-Señor Vallino, ¿está usted en clase? –preguntó la profesora con su característico acento catalán.
-Por supuesto –respondí con una sonrisa, interiormente irritado por el pitido de la alarma de esa voz que me había desenterrado de mis sueños.
-Entonces… ¿sería tan amable de contarnos algo sobre el teatro del siglo XVII?
-¿Siglo XVII? –pregunté, sin esperar respuesta, tan sólo se trataba de una cuestión que decía inconscientemente para tratar de ganar tiempo.- Eh… sí. El principal representante del teatro en el siglo XVII es Lope de Vega. Lo más característico de él es que rompe con toda la tradición dramática anterior, es decir, con las reglas impuestas por Aristóteles allá en tiempos de los antiguos griegos en su “Poética”. Lope de Vega crea lo que se conocerá como la “comedia nueva”, para la cual establece pautas en su libro “Arte nuevo”.
Toda la clase me miró, no sabiendo sin debían parecer asombrados aunque ya supieran anteriormente mis buenos conocimientos de la literatura. Alguno dijo algo así como: “¿Y tú cómo sabes todo eso?”, pues sabía que no había estado atendiendo. Yo respondí con una sonrisa. No una sonrisa de suficiencia o de arrogancia. Una sonrisa como la que le dedicaba a los semáforos, una sonrisa como aquella misma que pueda esbozar cualquier niño.
-Muy bien –dijo la profesora, intentando parecer indiferente a mi éxito, aunque en realidad le frustrara. Y continuó con su extensa charla sobre los recursos que utilizaba Lope.
De repente, estaba flotando en medio del Universo, en medio de una nada y rodeado de pequeños planetas y estrellas. Fui de uno a otro, admirando la belleza y simplicidad de unos y el calor y el radiante resplandor que dejaban expirar otras en su halo amarillento. Los acaricié todos con mis manos de cristal forjado en agua, con mis manos infinitas, de ternura y tacto infinito, que notaban como estos pequeños cuerpos se movían, se ondulaban, pasaban a ser lisos y suaves. Concretamente, en uno encontré a un misterioso hombrecillo.
Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. La alarma del timbre que señalaba el final de la última clase del día me desenterró una vez más de mis sueños. Todos los alumnos al unísono (como si fueran marionetas dirigidas por hilillos invisibles) recogieron sus cosas, amontonándolas descuidadamente en el interior de la mochila y salieron rápidamente de la clase, como si quisieran perderla de vista rápidamente, mostrando en su rostro una sonrisa que significaba el éxito que sentía por haber terminado la jornada de clases. Yo me entretuve algo más guardando los libros con cuidado y ordenados. “Siempre el último” comentó uno de mis cuatros amigos (los de siempre) que se habían quedado a esperarme. Bajamos las escaleras, ya ausentes de veloces alumnos que emprendían la huida. Salimos fuera del instituto y, tras despedirme, comencé a caminar en dirección a mi casa.
Concretamente, en un pequeño planeta encontré a un curioso y magnífico hombrecillo. Acababa de salir el sol en el asteroide B-612 y Él se había levantado, se había acercado a depositar un beso entre los pétalos de su rosa, había arrancado los brotes de baobabs y había comenzado a deshollinar sus volcanes (incluso el que estaba apagado, pues nunca se sabía). Me quedé observándolo. Era maravilloso. Sus cabellos rubios se mecían como si danzaran armoniosamente en perfecta sincronía con la brisa que los recorría. Sus movimientos eran dulces, alegres, cálidos como juguetes de niños pequeños, y siempre llevaba en sus labios puesta una sonrisa (tan parecida a aquella que yo dedicaba a los semáforos… qué digo, ¡mucho más hermosa!). Desde luego, tenía la grandeza propia de un Principito. Me dispuse a acercarme a él…
¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!
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