domingo, 23 de enero de 2011

Oxford



Era verano y, al contrario de lo que se pudiera esperar de tales fechas, en Santander el cielo estaba nublado cuando despegó el avión que nos llevaba a mi hermana y a mí a Stansted. Durante el viaje tuvimos alguna efímera conversación que pronto dejábamos atrás entre las nubes que observábamos pasar por la diminuta ventanilla. A nuestra llegada a aquel aeropuerto a las afueras de las afueras de Londres, nos esperaba el sol (¡sorpresa!, ya me extrañaba que no hubiera acudido a despedirnos en Santander) con un brillante cartel que decía: “Welcome”. Antes de que me diera cuenta, tras sólo un largo trayecto en taxi, llegamos a Oxford y, una vez allí, a la residencia donde había de pasar las tres mejores semanas de mi vida.

Hubo un primer tiempo que ya no recuerdo (quizá fueran dos días, tres, yo qué sé) donde las horas pasaban lentas en medio de un tiempo apagado en el que no ocurría nada, en el que me veía rodeado de gente con la que no llegaba a encajar. Aquellas horas las pasé en gran parte con mi hermana, y se lo agradezco mucho aunque después de aquello apenas nos viéramos fugazmente una vez al día en la que siquiera nos daba tiempo para preguntarnos algo más que “¿qué tal?”. Pero tampoco quiero que os confundáis. No penséis que me aburría, pues la simple magia de la ciudad, de la compañía ajena, ya empezaba a hacer cierto efecto sobre mí. Sin embargo, aún pensaba que, pasado un tiempo, me acabaría cansando de todo aquello. Qué ingenuo era.

Y entonces empezaron a llegar los días alegres. Qué digo, alegres. Felices, increíbles, maravillosos,  abrumadores, apabullantes, intensísimos, brillantes, felices, felices, felices… Y todo empezó aquella tarde que, tras ciertos sucesos que mi memoria ha emborronado, acabé sentado en la acera con tres magníficas personas: Aleix, Lucy y Victoria. La recordaré siempre como la primera tarde feliz. Algo tan simple como una conversación extensísima llena de tonterías banales de esas que hacen sonreír a los semáforos, llena de sonrisas y carcajadas de miel. A partir de entonces, los hechos, las diferentes vivencias inimaginables, se agolpan en mi memoria individualmente sin orden cronológico alguno, formando un gran todo. Y es a ese todo al que me referiré de ahora en adelante.

Dado que allí me convertí de nuevo en humano, cosa que no he vuelto a ser desde mi retorno, empezaré por lo más superficial. La Ciudad de los Sueños. Y es que si tuviera que traducir el nombre de Oxford, no encontraría otras palabras que mejor la definieran. Recordaréis que yo siempre acostumbraba a caminar ensoñado porque la realidad nunca igualaba mis sueños. Pues bien, allá se invirtió aquel orden. La realidad pasó por encima de lo que jamás pudiera haber imaginado, arrasándome como un huracán de buenos sentimientos y experiencias ante el que sólo podía quedarme quieto con los ojos muy abiertos y una sonrisa entre los labios, dejando que me arrastrara entre sus olas de viento dorado y sumergiendo mi pequeña imaginación a un lugar tan profundo del que sólo resurgió cuando la tempestad hubo acabado, a mi vuelta a Santander. Por tanto, no podréis recriminarme que considere aquella ciudad sublime como mi lugar ideal, por mucho que pueda apreciar el profundo y agitado mar de Santander, así como a ciertas criaturas que viven junto a él.

Después podría continuar hablando de mis preciados amigos extranjeros. Venían de muchos países: Francia, Italia, Alemania, Suecia, Dinamarca… Sin embargo (y aunque sigo guardando en mi memoria a francesas como Ina o Inés, a italianos como Francesco, Edo y Livia, a alemanes como Thomas), mis preferidos siempre fueron los daneses. No sé si fue el azar puro o un rayo de sol lo que me condujo a llevarme especialmente bien con ellos, pero la cuestión más importante es que los nombres que siempre endulzarán mis oídos de ahora en adelante, por encima del resto, serán Magnus, Simone e, incluso, Frederik. Magnus por su empatía y la personalidad tan peculiar que le caracterizaba, una persona interesantísima con las que me encantaba hablar y hablar y hablar (incluso cuando me costaba seguirle debido a su increíble nivel de inglés). Simone, por su espíritu alegre y sonriente, por su compresión y mente abierta, así como sus conversaciones. Frederik… ¡ay, Frederik! Por su locura inhumana de psicópata de la Luna.

Llego a la parte más importante de mi relato (o descripción, como prefiráis) y mis manos sienten que no pueden seguir escribiendo, pues vienen a mi memoria sentimientos demasiado lejanos, vivencias demasiado perdidas, nombres dulces de sabor amargo por el espacio, llantos rotos en taxis grises (o quizá aquél que derramé, mi primera noche de vuelta en Santander, escuchando nuestra canción mientras mi cuerpo cedía al cansancio). Aún así seguiré, pues merece ser recordado y alzado al más elevado de los altares. Y es que ahora, por mucho que haya intentado posponerlo para que las lágrimas no amenacen con saltar en caída libre desde mis ojos, he de hablar de mi familia allá en Oxford, mis hermanos.  Y os preguntaréis por qué digo hermanos, por qué digo familia, me diréis que sólo fueron amigos. Lo negaré yo, si es que os sirve, respondiendo que aquellas personas fueron lo más importante que tenía en aquella Ciudad de los Sueños (y aún siguen hoy a mi lado siempre que puedo hablar con ellos). Ellos me hicieron vivir la vida como nunca la había vivido. Ellos, que a la mayoría los conocí casi por casualidad, por llevar una camiseta con un pitufo (que luego se convertiría en nuestro azul emblema). Desde Núria, por todas las veces que discutimos (en broma), por todas las veces que nos pegamos (en serio), por todas las veces que reímos juntos, que hablamos juntos, que soñamos juntos y compartimos nuestras ideas, nuestros secretos, nuestros pensamientos. Aleix, por todas las mañanas que, obstinado en pertenecer a la cama, tenía que levantarte yo con mis propios brazos dando golpes en la puerta (por supuesto, también por todas aquellas pequeñas aventuras indias, “brother”). Inma, por ser una arti’tah, un duendecillo que irradiaba felicidad y alegría como el sol, de forma que con tan sólo acercarte a unos pasos de ella, ya tenías una sonrisa garantizada entre los labios. Cari, por haber sido mi compañera de locuras, de acechamientos secretos a los ancient pájaros de Stonehenge y a otras personas, parándonos siempre para nunca permitir que nos descubrieran (¡cómo añoro poder caminar de aquella forma!). Marta, por ser mi hija pitufa, siento no poder seguir a tu lado para guiarte en el camino, para darte consejos y asegurarme de que no te relaciones con las malas gentes. Lucy, por su personalidad tan peculiar (y sobra añadir que para mí palabras como “peculiar” o “especial” llevan siempre una interpretación más que buena) y a la vez fuerte, por tu fácil risa y tus cálidas palabras, por tu acogedora amistad toledana. Olaia, por tu sinceridad, tu amabilidad y, también, como en todos, tus risas y sonrisas (un “capitól” espléndido). Sara, por sus contrarias ideas de dulce postre de clara de huevo.  Hasta Mª Dolores, a pesar de que fuera chica de pocas palabras. A todos os llevo en el corazón, a todos os recuerdo en aquellas calles, siempre digo, mojadas y azules. Ojalá pudiera repetir aquellos días jóvenes de verano una vez y otra por siempre.

Por último, queda, como siempre, la única parte triste de todos los viajes, de todas las amistades, de todas las vivencias: la despedida. Sucedió un 27 de julio del 2010. Apenas dormimos aquella noche, pues las primeras vascas se fueron de madrugada. Recuerdo pocas cosas de aquella noche, de aquel día. Sé que, después de aquello, intentamos hablar pero los ojos se nos cerraban por el cansancio de tantos días intensos. No querían vernos marchar, uno a uno en aquellos taxis grises que nos destinaban de vuelta al olvido, que dejaban oscura y vacía de nuevo aquella vieja ciudad de las calles de ensueño.

2 comentarios:

  1. Está pero que muy bien Mario, eres un artista y de los buenos.

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  2. un artista es poco. Eres enorme Mario!
    Que días pasamos y que días para recordar!

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