domingo, 4 de mayo de 2014

Ñoño

No quiero rosas, con tal que haya rosas.
Las quiero sólo cuando no las pueda haber.
(Fernando Pessoa - versión de F. Gutiérrez)


Cabello negro, oscuro como la noche sin luna en que nos conocimos. De aquella noche no recuerdo mucho más que su cabello negro, sus ojos fijos y su gran sonrisa. En la siguiente ocasión ella cantaba rock con su voz dulce y rasgada y su suave acento nórdico en inglés. Aquella noche hablamos bastante porque sus ojos grises y fijos, como celosos, no me dejaban mirar a otros; y me sonreía a menudo con su gran sonrisa de labios finos y delicados. Ella es exótica a primera vista, quizá por haber nacido en una pequeña isla, quizá por la manera en que se viste y se peina, por su apariencia. Empezamos hablando de los gustos musicales que compartíamos, a lo que siguió un discurso o defensa de la búsqueda de los sueños de esta única vida y finalmente, en un viernes a eso de las tres de la madrugada, hablamos de religión. Ella, más o menos, creía en un dios cristiano que amara a todos y cuya doctrina fuera la de amar a todos, y así la aceptara como lesbiana. Y por si acaso creía sobre todo que siendo positiva las cosas acabarían saliendo bien, de alguna forma. Ella, a primera vista, tiene una fuerza salvaje que lleva en sus gestos, en sus ojos grises, en sus canciones; una fuerza salvaje que lleva en la vida o que la lleva a ella en la vida.

La primera noche en que nos conocimos me pareció muy guapa, pero no le presté demasiada atención porque iba un poco borracho y nuestra amiga en común me había contado que era lesbiana. La segunda noche su voz dulce y rasgada cantando rock me levantó el órgano viril, y me fascinó así, despeinada, agarrándose a una botella de cerveza para vomitar su alma en canciones en inglés y en otra lengua desconocida y mágica. Cuando acabó la actuación, se acordaba de mi nombre y me sonreía y me miraba tanto que tuvimos que hablar, mucho. En este punto creo que me acabó de conquistar, aunque yo supiera que era imposible porque su novia caminaba a pocos pasos de nosotros.

No me digáis que no. Todo aquel que haya estado enamorado ha soñado con besar por primera vez a su amada y que el tiempo se detenga por unos segundos en ese mismo instante, en el éxtasis del logro. Eso era exactamente con lo que yo fantaseaba hace un rato y lo que me llevó a la reflexión. ¿Y si el tiempo se detuviera no sólo en ese primer beso sino en todos los demás, y en el sexo, y en cada momento íntimo? Decidí escribir un relato sobre ello.

Y así Mario decidió conquistar a Jane. No era fácil porque ella era lesbiana, porque no vivían en la misma ciudad, ni siquiera en el mismo país; pero sólo los separaban un puente y unos cincuenta minutos en tren. No la vio por tercera vez hasta un mes después, pero durante todo este tiempo pensó cada noche en ella. Le escribió poemas que nunca publicaría en el blog que como amago de escritor tenía e incluso escribió una pequeña historia hablando de ella. Por supuesto, nunca le dijo nada de esto. En ese mes eterno sólo intercambió con ella un par mensajes para preguntarle el nombre de ese grupo de música del que le había hablado. Pero su amor era una pasión que ardía rápida y sola, como una hoguera abandonada. Mario fantaseaba cada noche con besar a Jane y detenía el tiempo en ese preciso instante, deleitándose en la textura y el sabor de sus labios finos.

El tercer encuentro llegó en algún momento de mayo, en una noche casi tan oscura como el cabello negro de ella. Volvieron a hablar, mucho. Porque los ojos grises y fijos de Jane no se separaban de los de Mario, aunque ella siguiera siendo lesbiana, aunque la pasión de él siguiera siendo una pasión sin esperanza. Se despidieron con un abrazo, como es costumbre en el norte.

A la cuarta ocasión se besaron. Aquella noche la novia de Jane no había venido. Ambos se emborracharon rodeados de amigos y volvieron a hablar, mucho; ella estaba preciosa despeinada y agarrada a una botella de cerveza. Al final fueron a una discoteca. Él bailó con ella y a cada paso de música electrónica acercaron sus cuerpos en una magnífica danza ebria. Finalmente se tocaron, Mario rodeó con sus brazos los ojos grises y fijos de Jane y su cabello negro y oscuro. Y se besaron. Entonces se detuvo el tiempo, de alguna forma.

Han pasado varios meses desde entonces y el tiempo se ha detenido en cada beso, en cada orgasmo, en cada momento íntimo. Mario ya ha aprendido cada una de las curvas del cuerpo de Jane y ha contado cada uno de sus poros y cada uno de sus cabellos negros y oscuros. No importa cómo acabe esta historia, todo eso se ha grabado en su memoria y ya nunca le abandonará.

Ahora Jane se queja. Jane tiene una media sonrisa torcida en los labios. Jane le dice a Mario que ya no la mira igual cuando la besa, cuando hacen el amor. Mario responde que nada ha cambiado, pero su voz no es convincente. Jane llora y Mario la abraza. Él piensa en contarle la verdad, pero rápidamente descarta la idea. Ella lo tomaría por loco y mentiroso.

Esta escena se repite a menudo.  Mario ya no puede mirar igual a Jane porque ya la ha mirado demasiadas veces. Porque el tiempo se ha parado ya demasiadas veces y la eternidad es demasiado vasta. Él incluso en ocasiones rehúye sus besos porque son una tortura. Y entonces Jane llora y Mario le dice que nada ha cambiado, pero ella lo toma por mentiroso. La verdad es que Mario la quiere igual que siempre, pero no la puede desear igual que siempre si el tiempo se detiene en cada beso y en cada orgasmo, porque "siempre" es demasiado vasto. Porque ya se ha aprendido cada una de sus curvas y ha contado cada uno de sus poros y cada uno de sus cabellos negros y oscuros, volver a mirar a Jane le duele a Mario. Porque todo eso se ha grabado en su memoria y ya nunca le abandonará. Y la eternidad es demasiado vasta y, para qué mentir, aburre.

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