jueves, 5 de febrero de 2015

El ciempiés II - El mar

Nota del autor: Después de diecinueve horas el ciempiés parece haber saciado su hambre, se acomoda en el sofá panza arriba, cuenta con cada una de sus patas los días que llevaba sin comer antes de maravillosamente conocerme. Sigue gritándome sin embargo condenándome a esta esclavitud del escritor pero ahora incluso lee detenidamente las páginas mientras se cala el sombrero de seta y una risita mojada de insecto se lee escapa de las mandíbulas.

Levantarme y subir las persianas fue como un chapuzón en el mar. El cielo estaba azul hiriente como en los mejores días de verano y el agua llegaba casi a la altura de la ventana, por lo visto se habían deshelado los polos de varios planetas.

El ciempiés refunfuñó que su religión le prohibía nadar, así que teníamos un verdadero problema: no podríamos ver la ciudad bajo la refracción azulada y el silencio ahogado y nos tendríamos que conformar con vaciar un vaso de agua sobre nuestras cabezas para que el cerebro pudiera al menos disfrutar del teórico baño, que hacía calor y las neuronas empezaban a hablar de narcóticos, sobre todo las cieneuronas del ciempiés.

La casa bostezó, llena de arena, pero al ciempiés no le gustaban los castillos. Decía que eso era de gente rica, deformaciones de nuestra sociedad, que los ciempiés no construían castillos de arena. Le pregunté con cierto desdén en qué coño empleaban los ciempiés su tiempo si no podían bañarse en el mar ni construir castillos de arena.

Nota del autor: El ciempiés ha enfurecido y ha vuelto a devorar todo hoja por hoja tan pronto como terminaba de escribirlas. Ya por gula, supongo. He aprendido entonces que las ciempiés no tienen coño o que a los ciempiés en general no les gustan las preguntas. Parece que se ha tranquilizado ahora que el mar asoma por la ventana, llamando al cristal con un glu glu pegadizo.

Ahí estaba el mar, a través de todos los edificios meras fantasías mal delineadas por arquitectos borrachos, ahí estaba infinito y hermoso el mar eterno y transparente. La gente llevaba sus trajes de neopreno negro y corbata. Todos nadaban rapidísimo o tenían un submarino deportivo pues la prisa lleva bombas de oxígeno y todo tipo de explosivos y no se ahoga bajo el mar. Por otro lado, los pocos soñadores que habían sacado sus veleros a la superficie desistieron enseguida. Con tal trajín en sus entrañas, el mar pronto se encabritó y se deshacía de los barcos con coces de espuma, terriblemente herido por los explosivos de la prisa que arañaban su vientre de un lado a otro como si ésta se paseara por su casa.

Cuando la luna torció su sonrisa, las aguas se retiraron del barrio. Pronto empezaron a emerger las primeras algas y las había de todos los colores y texturas (metalosas, maderosas, hormigonosas) sobre un fondo de coral asfáltico. Salimos entonces (el ciempiés y yo) a dar un paseo. Era difícil el tránsito, la mayoría de viandantes acababa cuadrando su culo en los baldosines de las aceras y algunos peces estoicos aún coleaban de un lado a otro, dirigidos ordenadamente por muros imaginarios construidos sobre líneas blancas. La gente, ridícula con sus trajes de neopreno negro y corbata, se esforzaba en simular que no había pasado nada, mientras en las líneas de juntura de los baldosines aún pequeñamente inundadas había pequeños moluscos que habían construido albergues y estaciones y pronto empezarían a rezarle a la lluvia.  El mar había impregnado todo con su maravilloso aroma de lágrimas y espuma y algunos comenzaron a odiarlo pronto.

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