viernes, 6 de julio de 2012

El contacto

 Lucas tenía treinta años. Trabajaba en la oficina de un periódico local en un frustrado intento de llegar a ser escritor. Programaba el despertador todos los días laborables para las siete en punto, aunque no se levantaba hasta un minuto después. Era el tiempo que empleaba en tomar fuerzas para incorporarse y afrontar un nuevo día desde las tinieblas de la habitación. Después buscaba a tientas la cocina y allí levantaba la persiana para dejar entrar a los juguetones rayos de sol, más madrugadores que él, que lo pellizcaban en los párpados entrecerrados. Desayunaba un par de tostadas y un tazón de leche sin café y se ajustaba la corbata antes de salir de casa. Salía a la calle, saludaba al kiosquero en frente de su portal, que ya tenía preparado para él el diario de esta mañana, el mismo diario detrás del cual Lucas trabajaba en su oficina. Descendía por la boca dentada del metro, cruzaba la pasarela de la mampara de cristal que separaba a las personas que entraban de las que salían y miraba el panel que indicaba cuántos minutos quedaban para el siguiente tren. Miraba el panel pese a saber de antemano que pondría 4 minutos. Siempre ponía 4 minutos porque Lucas siempre seguía la misma rutina. Y Lucas sabía que los trenes salían cada 5 minutos, por lo que si omitiera ese minuto que empleaba tomando fuerzas para incorporarse y afrontar el nuevo día, podría coger el tren anterior. Pero nunca se lo había planteado. La rutina era sagrada.

Cinco de abril del dos mil doce. Lucas descendió por la boca dentada del metro y cruzó la pasarela de la mampara de cristal que separaba a las personas que entraban de las que salían. Cuando llegó al andén, lo hizo al tiempo que el pitido de saludo del metro. Pensó que se habría retrasado aún más de los normal, un minuto, y se apresuró a entrar. Se sentó al lado de una señora que vestía una blusa marrón con estampado de flores, una falda gris de tela vasta que le llegaba hasta las rodillas y unos zapatos color mostaza con un poco de tacón. Lucas nunca había pretendido ser un experto en moda, pero aquello no parecía encajar muy bien. No obstante, volvió a sus preocupaciones. Se subió ligeramente la manga de la americana gris y miró el reloj de correa que llevaba en la muñeca derecha. Se quedó perplejo. El metro no había llegado un minuto antes. Había sido él. Durante el viaje estuvo intentando dilucidar qué había podido causar aquella ruptura de su hábito cotidiano y, finalmente, poco antes de llegar a su estación de destino, le vino a la memoria un detalle: no había esperado un minuto antes de incorporarse en la cama. Aún sin haberse recuperado de la sorpresa, tuvo que bajar del metro antes de que éste se pusiera en marcha de nuevo. Pisó el andén con indecisión.

Tenía cuatro minutos (quiero decir, cuatro minutos libres). Nunca había tenido cuatro minutos. ¿Qué podría hacer en ese tiempo? No podía llegar antes a la oficina. La oficina abría a las siete y media. Puntual. Si llegaba cuatro minutos antes, tendría que estar cuatro minutos esperando frente a la puerta cerrada. La gente lo miraría extrañada. Nadie desperdicia cuatro minutos de una mañana mirando una puerta cerrada y esperando que se abra mágicamente en cualquier instante. Quizá incluso llovía. Y él no llevaba paraguas. No solía llover en la ciudad, pero faltaba que hubiera surgido un imprevisto para que se acumularan todos. Siempre ocurría. O, mejor dicho, nunca, porque Lucas nunca había tenido imprevistos. Pero, de alguna forma, en su profundo pesimismo creía que lo sabía. Como tampoco nadie desperdicia cuatro minutos de una mañana pensativo en el andén de un metro y la gente ya comenzaba a mirarlo extrañada, decidió andar. Eso es, andaría más despacio y así llegaría cuatro minutos más tarde. Comenzó a andar todo lo despacio que podía dentro de los límites de la ausencia de miradas extrañadas, pero con unos rápidos cálculos se dio cuenta de que aún así sólo conseguiría emplear dos minutos. Tres si acaso. Pero no los cuatro. Tampoco podía ir más lento o de nuevo aparecerían las miradas inquisitorias. Desesperado, se resignó a una idea a la que jamás se había resignado: la idea de la esperanza vana, la esperanza en el azar, en lo desconocido. Se resignó a continuar caminando con pasos lentos (dentro de los límites) y esperar que ocurriera algo inesperado con lo que pudiera perder uno o dos minutos de los que aún disponía.

Llegó a la pasarela de las mamparas de cristal. Cada paso era un sacrificio, cada instante que pasara sin que el azar le guiñara un ojo era un suplicio que apenas podía aguantar. La boca dentada del metro se acercaba y, a apenas diez metros de su salida, la puerta a las oficinas del periódico donde trabajaba Lucas. Desesperado, levantó la mirada de sus propias pisadas y, casualmente, fue a dar con una mirada (no extrañada) al otro lado de la mampara de cristal. Una mirada de entre la multitud de personas que entraban a la estación de metro mientras él salía, una mirada de ojos marrones, normales. Pero hubo algo que lo cautivó, que por apenas uno o dos instantes detuvo sus pasos. Entonces la señora mal vestida chocó contra él. Perdió la mirada marrón, la mirada normal que entraba en la estación, la mirada cautivadora. Se giró hacia la señora mal vestida. Lo observaba con una mirada extrañada y acababa de proferir una expresión malsonante. Lucas se disculpó tartamudeando y le recogió el bolso, que había caído al suelo. La señora mal vestida gritó un par de tacos más y marchó con paso ágil, indignada. En esta sociedad de prisa inhumana, una persona tranquila, una persona que se detenía a observar una mirada marrón y cautivadora, era objeto de indignación. Lucas retomó la marcha pensando en esa mirada. Llegó a la puerta del trabajo y la secretaria aún tenía en la mano el manojo de llaves con el que acababa de abrir la puerta.

Lucas retomó su rutina al día siguiente. Volvió a emplear un minuto en tomar fuerzas para incorporarse y afrontar un nuevo día desde las tinieblas de la habitación. Pasó el tiempo y Lucas olvidó la mirada marrón y cautivadora. Un día, en cambio, volvió a encontrarse con el pitido del metro al llegar al andén. Se apresuró a entrar mientras levantaba ligeramente la manga de su americana gris (todas sus americanas eran grises) para poder mirar la hora en su reloj de correa. Había llegado un minuto antes. Recordó que no había empleado el minuto en incorporarse después de que el despertador sonara, como ya le había ocurrido la otra vez. El trayecto pasó demasiado rápido entre sus pensamientos. Él quiso que éstos se centraran sobre cómo emplear los cuatro minutos que tenía de nuevo, pero, aunque después lo negaría ante sí mismo, en realidad sus pensamientos constituyeron una duda constante sobre si volvería a encontrarse con la mirada marrón y cautivadora. Descendió al andén, tembloroso. Comenzó a andar lentamente hacia la pasarela de las mamparas de cristal. Apenas la entrevió a lo lejos y ya comenzó a buscar desesperadamente. Esta desesperación guarda paralelismo con la de la ocasión anterior, pero las causas eran totalmente diferentes. Finalmente la encontró. Volvió a sostener su mirada marrón, cautivado, durante uno, dos instantes. Continuando con el paralelismo, alguien chocó contra él y la perdió de vista. Antes de girarse y recoger su bolso del suelo ya sabía que se trataba de la señora mal vestida.

A partir de ese día, excluyó de su rutina el minuto que empleaba en tomar fuerzas para incorporarse y afrontar un nuevo día desde las tinieblas de la habitación. Llegó al andén al tiempo que el pitido del metro, se subió apresuradamente y se sentó al lado de la señora mal vestida. Aún miraría alguna vez más su reloj, falsamente sorprendido, en un gesto con el que pretendía fingir ante sí mismo que no conocía la verdad. Dedicó sus pensamientos, aunque después lo negara, a la mirada marrón y cautivadora. La diferencia fue que en cada ocasión sus pasos se aceleraban más hasta su encuentro (que, inexplicablemente, se producía siempre en el mismo lugar) y, por tanto, en cada una disponía de unos instantes más para sostener su mirada antes de que la señora mal vestida chocara contra él. Y, por tanto, en cada ocasión quedaba aún más cautivado por la mirada marrón. Al quinto día la acompañó una sonrisa. Al séptimo un guiño. Al décimo casi fue corriendo, abriéndose paso como podía entre el resto de personas, aun arriesgándose así a sufrir alguna mirada extrañada. Encontró la mirada marrón y cautivadora, la sonrisa y el guiño en el mismo lugar de siempre. Pero hoy tenía más tiempo y se dedicó a observar de arriba a abajo a la portadora de aquella mirada, pues, aunque parezca increíble, nunca lo había hecho. Era una mujer normal, al igual que sus ojos marrones. Estatura media, quizá un poco más alta. Su cuerpo no era delgado ni esbelto, pero mucho menos gordo o feo. Era normal, con pechos normales. Sus labios, ligeramente más carnosos de la media, seguían siendo normales. Sus pestañas normales, ligeramente cortas. Su cabello castaño, normal al igual que sus ojos. Pero había algo enormemente cautivador en cada pequeña porción de su cuerpo, del halo invisible que flotaba en torno a ella, en sus ojos marrones.

Continuaron viéndose día tras día tras la mampara de cristal. Cada vez mantenían más tiempo el contacto visual. Cada vez Lucas quedaba más cautivado por su cuerpo, por su halo, por sus ojos marrones. Pronto empezó a llegar tarde al trabajo, lo cual constituía una ruptura inaudita e inexplicable en sus hábitos y en su puntualidad exquisita. Sus compañeros lo observaban con miradas extrañadas cuando llegaba tarde a la oficina. Pero a él no le importaba. El director del periódico lo hubiera despedido si no fuera porque en aquella época comenzó a mejorar la calidad de su hasta entonces monótono trabajo.

Un día ella se acercó a la mampara de cristal y la tocó con la yema de su dedo índice. Lucas permaneció unos instantes indeciso y finalmente apoyó la yema del dedo índice en el mismo lugar, de forma que se hubieran tocado de no ser por la mampara de cristal que los separaba. Apoyaron la mano entera, una contra la otra, en lo que se convertiría desde entonces en su particular saludo. Al cabo de un tiempo, ella llegó un día con el pelo revuelto y el rímel de los ojos ligeramente corrido por alguna lágrima rebelde. Lucas posó su mano en el cristal frío, esperando sentir (aunque fuera imaginariamente) la calidez de su mano al otro lado del cristal. Pero ella no posó su mano. En lugar de eso, acercó su rostro al cristal y posó sus labios, dejando una marca de vaho, cerrando los ojos. Lucas la observó sorprendido y sonrojado durante unos instantes antes de unirse enérgicamente a aquel beso separado por el cristal. Tenía esposa y hacía un año había nacido su primer hijo, así que nunca comprendería, o no querría comprender, lo que le llevó a cometer aquel acto de traición irracional. Continuaron besándose a través del cristal durante muchos días, sin que les importaran las miradas extrañadas del resto de la gente. Sus cuerpos cada día se acercaban más y más a la mampara y pronto sus manos no pudieron resistir la necesidad de tocar el cuerpo del otro (a través de la mampara de cristal, como siempre).

Pero esto acarreaba que Lucas llegaba cada vez más tarde al trabajo. Aunque su productividad continuaba aumentando maravillosamente, el director del periódico no tuvo otra opción que despedirlo ante su grave falta de disciplina. Lucas, destrozado, salió del edificio con la cabeza baja y fue a dar una vuelta. Se sentó en un banco de una calle cercana, pero suficientemente lejana para quedar fuera de la vista de la oficina. Comenzó a llorar. Comenzó a maldecirse por haber acabado despedido de su trabajo por una mujer que no conocía, por su cuerpo, por su halo, por su mirada marrón y cautivadora. ¿Cómo había podido dejarse llevar por la locura? ¿Qué le diría a su mujer? Y aún más, ¿qué le diría ella a él? Ella no trabajaba, pues se dedicaba al cuidado de su hijo. ¿Quién le llevaría ahora comida a su encantadora boquita?

Entre sus reflexiones, los minutos fueron pasando, después alguna que otra hora y anocheció. Lucas se levantó sobresaltado del banco cuando se percató de que los últimos rayos de sol ya se habían perdido hace tiempo en el horizonte trazado por los edificios grises (igual que su americana). Su esposa se extrañaría por su tardanza, le preguntaría dónde había estado y tendría que contarlo todo entre lágrimas. Dirigió sus pasos apresurados a la estación. Se consoló por el camino con que se lo tendría que haber contado de todas formas. Entró por la boca dentada del metro, comenzó a cruzar la pasarela de mamparas de cristal y, casualmente, dirigió su mirada al otro lado, por donde habitualmente pasaba la gente que salía de la estación. Sólo que a estas horas nunca había nadie. Pero dirigió su mirada casualmente al otro lado de la mampara de cristal y encontró una mirada marrón y cautivadora, un halo a su alrededor y un cuerpo normal. Era ella. El rímel se extendía por sus mejillas y, como él, tenía los ojos rojos y secos. Como él, había agotado todas sus lágrimas. Sin dejar que la sorpresa rompiera la magia del momento, se corrieron a besarse con fuerza a través del cristal. Comenzaron a acariciar con pasión sus cuerpos, de forma que si hubieran estado en verdadero contacto se hubieran arañado la piel.

Pero esta vez dieron un paso más, un paso que no tendría vuelta atrás. Y ambos los abían. Ella comenzó a desabotonarse los botones de la blusa y él, sin apenas dudar, la imitó con los de su camisa. Después los pantalones y su falda. Su sujetador y sus bragas, los calzoncillos. Quedaron desnudos ante esa inmensa noche de la pasarela de la mampara de cristal, cuando los últimos rayos de sol ya se han perdido en el horizonte trazado por los edificios grises y ya no entran por la boca dentada de la estación de metro. Quedaron desnudos sin que nadie pudiera verlos. Ante ese inmenso mundo que conformaban ellos dos solos. Se lanzaron contra el cristal de nuevo con tal furia que casi lo rompen en mil pedacitos, como sus corazones. Se besaron con furia, se restregaron con furia el uno contra la transparencia del otro en el cristal. Se llevaron casi al unísono su mano al sexo y comenzaron a masturbarse.

-No puedo más, ¡quiero tocarte... de verdad! -gritó Lucas mientras golpeaba con rabia su puño manchado de semen contra el cristal y apoyaba su frente, llorando. Ya llevaban mucho tiempo masturbándose. Ninguno sabía cuánto exactamente, pues en los momentos verdaderamente importantes es imposible contar el tiempo. Se escapa entre nuestros dedos como arena de un reloj enloquecido o permanece en torno a nosotros como un silencio sostenido por una grave nota de piano.

Se percató de que ella no lo escuchaba, la mampara de cristal estaba sellada. Se lo intentó explicar por señas. Ella lo miró arqueando una ceja durante unos instantes y después comprendió lo que quería. Sus párpados se abrieron mucho y en sus ojos marrones y cautivadores brilló una chispa de terror. Negó efusivamente sacudiendo la cabeza. Lucas se quedó perplejo en su amago de ir corriendo a buscarla.

-¿P... por qué? -tartamudeó, sin comprender.

Volvió a recurrir a las señas y ella negó de nuevo con fuerza. En sus ojos podía leer su determinación. Vio escapar a una lágrima rebelde que cayó negra por su mejilla, arrastrando el rímel corrido. Entonces se dio la vuelta, se vistió apresuradamente y comenzó a andar con decisión hacia la boca dentada y oscura de la estación. Lucas creyó que se volvía loco. Comenzó a correr, desnudo, para alcanzarla, pero ella pareció prever que lo haría y se giró de nuevo. Se acercó a la mampara de cristal. Lucas la imitó. Desde los ojos de ambos caía una cascada de lágrimas saladas que iban a formar un charco congelado en la piedra fría del suelo. Colocaron sus manos una frente a la otra. Se besaron (a través del cristal). Ella le dirigió una última mirada suplicante con sus ojos marrones y cautivadores. Él se derrumbó, incapaz como siempre de resistirse a su mirada, y se resignó a permanecer de rodillas mientras la veía girar y marcharse. Se percató entonces de que su corazón estaba hecho mil pedacitos, como casi le había ocurrido a la mampara de cristal aquella misma noche. No lo sabía, pero en realidad se había roto hacía ya mucho tiempo, concretamente la primera vez que quedó cautivado por aquella mirada marrón y normal.

Al llegar a casa, su mujer se echó a sus brazos, aunque él no tenía fuerzas para sujetarla. Estuvieron a punto de caer los dos. No le había cogido las llamadas al móvil (ni siquiera lo había escuchado). No había sabido nada de él en todo el día y eran las dos de la madrugada, cuando normalmente volvía a las 6 de la tarde. Estaba a punto de llamar a la policía cuando Lucas entró por la puerta. Le gritó durante mucho tiempo (su hijo se despertó y comenzó a llorar), pero finalmente, observar las lágrimas y el silencio persistentes de su marido, decidió resignada, enfadada y preocupada, dejar la conversación para el cuando hubiera descansado. No obstante, no durmió en toda la noche, aunque lo fingió para evitar las preguntas de su esposa. Cuando llegaron las siete en punto, su despertador le indicó irritadamente que ya podía abrir los ojos. Se había olvidado apagarlo. Aún así, decidió levantarse, y lo hizo sin emplear ese minuto en tomar fuerzas para incorporarse y afrontar un nuevo día desde las tinieblas de la habitación (como, por otra parte, ya acostumbraba durante el último mes). Su mujer seguía dormida, así que no había problema. Continuó su rutina y llegó al andén al tiempo que el pitido del metro. Se apresuró a subirse y se sentó al lado de la señora mal vestida. Irrumpió en sollozos varias veces durante el corto trayecto. La mujer mal vestida lo observaba de reojo con mirada extrañada. Pero a él no le importaba. Continuó sollozando.

Al llegar, bajó apresuradamente al andén y fue corriendo, empujando a todo aquel que se interponía en su camino y recibiendo así multitud de expresiones malsonantes y miradas extrañadas. Pero no le importaba. Continuó corriendo hasta llegar a la pasarela de la mampara de cristal. Disminuyó el paso pero aún así caminaba rápido, ansioso por verla. Llegó hasta el punto donde siempre se encontraban y buscó con desesperación su mirada marrón y cautivadora, como tantas otras veces lo había hecho. Pero era una desesperación distinta, mucho más profunda, una desesperación que hería su corazón en cada uno de sus pedacitos. Así, buscó desesperadamente durante varios minutos. En vano. Pero su mente no era capaz de admitir que no la volvería a ver jamás, que aquella última mirada de sus ojos marrones y cautivadores había sido la última mirada. Así que siguió buscándola hasta el final de la pasarela. No la encontró tampoco. No debía sorprenderse, ya sabía que aquella última mirada había sido la última mirada. Pero aún así su corazón (cada pedacito) había continuado guardando la esperanza, como siempre se guardan las grandes esperanzas. En un último arrebato miró hacia fuera de la boca dentada de la estación. Una multitud de gente entraba, pero allí no estaba su mirada marrón y normal, su mirada cautivadora. Afuera llovía y él no tenía paraguas.

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