jueves, 7 de febrero de 2013

La realidad tras las supersticiones


    LA REALIDAD TRAS LAS SUPERSTICIONES

    El científico alemán Arnold Schieber, en su nuevo artículo publicado en la revista Science, demuestra mediante una serie de complejos teoremas físicos la posibilidad de una verdad detrás de las diferentes supersticiones que se han instalado en nuestras mentes a lo largo de la historia.

    Explica que ciertas congregaciones de objetos con una determinada distribución másica (una escalera apoyada en una pared, un gato negro, un espejo roto...) tienen alguna posibilidad, aunque muy pequeña, de ocasionar distorsiones espacio-temporales. Según el autor, estas distorsiones no tendrían en absoluto que ver con la supuesta “mala suerte”. En vez de eso, se inclina a pensar que en el pasado hubo casos en los que esas pequeñas posibilidades se hicieran realidad, ocasionando en las víctimas una serie de trastornos, que pudieran ser físicos o psíquicos.

    El argumento del autor continúa con que la sociedad, al observar estos comportamientos anómalos, censuraría los actos que los ocasionaron, asociándoles esa supuesta y falsa “mala suerte”, para ocasionar un miedo tangible en la población, en su mayoría ignorante, y así evitar que estos sucesos volvieran a tener lugar.

    El artículo del afamado investigador ha causado un gran revuelo entre la comunidad científica. Se han iniciado en las últimas horas numerosos experimentos para tratar de corroborar la teoría de Schieber, al tiempo que está siendo revisada por grandes teóricos de la física. Ante el posible peligro que tendría que esta noticia despertara la curiosidad en la población si se confirma la teoría de Schieber, se retiró al poco tiempo el artículo de la revista. No obstante, una fuente de nuestra redacción contactó con nosotros al obtener uno de los pocos ejemplares que salió a la venta, y es así que La Fotografía de la Realidad les presenta esta noticia como exclusiva.

    Les seguiremos informando del desarrollo que tengan las posteriores investigaciones sobre la veracidad de esta sorprendente teoría en nuestra página web: www.fotografiadelarealidad.es, así como en nuestros sucesivos ejemplares impresos.

    Desde la editorial, recomendamos por su integridad a nuestros lectores que no traten de probar por su cuenta la veracidad de la teoría antes de que se haya esclarecido el caso.


    Lucas dejó caer el periódico sobre el café humeante del desayuno. Sus ojos estaban muy abiertos y su mente aún no conseguía creerse lo que acababa de leer. Probó un sorbo del café con sabor a periódico para que el quemazón en la lengua le confirmara que no estaba soñando. Tomó de nuevo el periódico y releyó.

    -Mamá, mira esto -se lo tendió a su madre, señalando el artículo.

    Su madre repasó con sus ojos verdes las mismas líneas que él acababa de releer. Su madre no solía mostrar las emociones como el resto de la gente, así que sus ojos no se salieron de sus órbitas, ni su boca se abrió y se le escapó un hilillo de baba. Aún así, pudo ver en sus ojos verdes levantándose del periódico un brillo de profunda sorpresa. No hablaron por unos instantes.

    -Posiblemente sea una ida de pinza de un científico loco -comentó Lucas antes de volver a quemarse la lengua con el café con sabor a periódico.

    -Es posible.

    -Fijo. No hay que hacerle caso -su voz titubeó.
    -Lucas...

    -¿Sí, mamá?

    -No vas a ir a probarlo.

    -No, mamá... -Lucas devolvió una sonrisa amplia a su mirada escéptica.

    Terminaron de desayunar. Lucas se lavó los dientes, se calzó y cogió las llaves y la carpeta verde que siempre llevaba a clase. Salió de casa y afrontó la gran cuesta que tenía que recorrer para llegar a la parada del autobús que lo llevaba a la Universidad. Miró el reloj. Una vez más iba justo de tiempo: tenía 2 minutos para subir la cuesta. Corrió como todas las mañanas, pero en esta ocasión el autobús pasó ante sus ojos a mitad de la cuesta. Se había adelantado un minuto.

    -Mierda...

    Llegaría tarde a la Universidad. Terminó de subir la cuesta, ya andando y sin prisa, y miró el panel que indicaba la llegada del próximo autobús.

    -Joder...

    Faltaban dieciocho minutos. Decidió dar una vuelta. No le gustaba esperar sentado, sobre todo si se había olvidado de cargar su reproductor de música. Llegó a una calle donde había una escalera apoyada contra la pared dejando el hueco justo para que él pasara por debajo. Al día siguiente observaría que estaban realizando una obra en el bloque de pisos contiguo al suyo, pero en aquel momento sólo vio la escalera.

    Era metálica, con escalones de algún plástico de color negro. Tenía manchas de pintura de muchos colores, en su mayoría blanca. Estaba apoyada en un ángulo de... Qué cojones. La escalera fue todo lo que vio. Ni su forma, ni su color, ni su ángulo. Sólo la escalera. El acantilado. Bajo ella un hueco grande como un abismo. Las palabras del artículo resonaban en su cabeza con una fuerza sobrenatural.

    Se acercó con pasos titubeantes. Un par de jóvenes obreros hablaban más de lo que trabajaban.

    -Ayer me tiré a la Jenni, primo.

    -Con dos cojones.

    -Me dijo que me pusiera mi ropa del curro, la ponía más. No veas cómo follaba, la una puta de ella. Y ese par de tetas que...

    Lucas ya estaba al pie de la escalera. Los obreros, ensimismados en sus filosóficas reflexiones, no se percataron de su llegada. Dio un paso. Y otro. Y otro. No pudo evitar cerrar los ojos. Y otro. Y otro. Había cruzado la escalera. Abrió los ojos.

    -Pim. Pam. Pim, Pam. Y luego la puse a cuatro patas.

    Sacudió la cabeza. Pequeñas probabilidades. Volvió a encarar la escalera. Dio un paso. Y otro. Y otro. Cerró los ojos. Y otro. Y otro. Volvió a abrirlos.

    -...la mejor mamada de mi vida...

    Irritado, volvió a intentarlo varias veces más, mientras los obreros seguían explicando con pelos y señales sus aventuras sexuales probablemente ficticias. Abrió los ojos por decimonovena vez. Sintió que se mareaba.

    Se encontraba en el mismo lugar, pero ya no era el mismo. La escalera y los obreros habían desaparecido. Las casas se habían vuelto grises y tenían grandes agujeros en sus tejados, incluso en las fachadas. Había un inmenso silencio en el que se escuchaba crepitar algún fuego, ronroneando de placer al devorar la madera y el ladrillo. Desolación y cemento. En el cielo un manto de nubes negras como el ónice.

    Frente a sus pies había un pájaro muerto. Debía haber muerto hacía mucho tiempo porque sólo quedaba el polvo de sus huesos. Pero sabía que era un pájaro porque el polvo de sus huesos había permanecido en el suelo dibujando una silueta de pájaro. Tenía el cuerpo atravesado por una flecha con plumas de uranio, de la que colgaba un mensaje entre amarillento y grisáceo.

    Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. HOY. ¡HOY!

    Lucas no lo entendió. Siguió caminando y el pájaro salió volando, asustado por sus pasos que retumbaban en el silencio del crepitar del fuego hambriento como si hiciera cien años que nadie caminaba por ese asfalto roído por el tiempo. ¿Sólo por el tiempo? Siguió caminando y llegó al parque.

    El parque era ahora un párking. Un inmensa extensión de cemento roído con líneas amarillentas y rectangulares que delimitaban milimétricamente el hueco disponible para cada coche. Todos estaban ocupados, si bien los coches se habían convertido en piedra. Lo que más sobrecogió a Lucas es que no quedaba ni siquiera un esbozo de verdor de aquel parque que siempre había amado.

    En ese momento un avión surcó el manto de nubes negras entre violentas convulsiones. A poca distancia, un rayo eléctrico e irascible lo perseguía desde hacía al menos un siglo. En una de las ventanillas del avión, Lucas vio a un señor calvo que observaba el cristal para verse reflejado a sí mismo, ignorando el desolado paisaje que se extendía a su alrededor. En la cola del avión, con letras de una fuente de publicidad hortera, estaba escrito: Free Air.

    El avión y el rayo eléctrico e irascible que lo perseguía desaparecieron por el horizonte y Lucas comenzó a toser. Una nube de polvo lo había rodeado de repente. Alcanzó a entrever una máscara en el suelo y se la ajustó a la medida de su rostro. Con la máscara ya puesta, pudo ver los neutrones que pasaban audaces a su lado. Se reían de él antes de descomponerse.

    La nube de polvo pasó. Apareció entonces Elisa, esa chica de su clase de cabello castaño con vagas ondulaciones que siempre le había gustado. Lo miró y puso cara de asco.

    -¿Quién eres? Yo quería a Lucas...

    Lucas, con el corazón contraído, quiso decir:

    -Soy yo, Lucas.

    Pero la máscara le impedía hablar. Se la quitó y comenzó a ahogarse. Le faltaba el aire y sus ojos comenzaron a producir lágrimas. A través de una de ellas observó a Elisa envejecer rápidamente. Su voz se hizo metálica y desagradable, incomprensible como las grabaciones antiguas estropeadas. Pronto su rostro estaba cubierto de gusanos. Lucas volvió a encajarse la máscara, que había sido diseñada tras largos estudios científicos para que se acoplara a la perfección a su rostro.

    -Deberías dejar de fumar -dijo Elisa antes de caer muerta.

    Lucas, con el corazón contraído, quiso gritar entonces:

    -¡Nooooo! ¡Elisaaaaa! ¡Te he querido tanto siempre!

    Pero la máscara le impedía gritar.

    Continuó caminando. Se había intentado agachar, pero la máscara se lo había impedido también. Además, el cuerpo de Elisa hubiera resultado intangible, inabarcable a través de tantos años. Continuó caminando.

    Se encontró un huerto. O tenía algún parecido a un huerto. O pretendía ser un huerto. O no sabe por qué pensó que era un huerto si no era un huerto. Era una extensión de cemento. Había un hombre caminando frenéticamente de un lado a otro mientras dejaba caer monedas al cemento. No tintineaban, porque el tintineo es un ruido bello.

    -No hay tiempo. No hay tiempo. Suben las acciones de los cordones de los zapatos -decía mirando su teléfono móvil táctil de última generación y dejaba caer alguna moneda más-. No hay tiempo. No hay tiempo.

    Por extraño que pareciera, el cemento se tragaba las monedas y crecían manojos de billetes. Sembraba dinero. Era un millonario. Los millonarios nunca tienen tiempo de nada. De repente, el señor se quedó parado. Le sacudió una violenta convulsión y cayó. Un infarto. El cemento se lo tragó también a él y emergió un manojo de billetes.

    Lucas continuó andando. Llegó a una fábrica. Tenía en lo alto una gran letra griega π. Entró a la fábrica. Había muchos hombres con poco pelo gris, gafas cuadradas y batas blancas. Y muchos tipos de máquinas. Unas tenían recipientes con líquidos extraños humeantes. Otras, péndulos que oscilaban síncronamente. Había máquinas con piedras inmensas que los hombres observaban átomo a átomo desde hacía al menos un siglo. En otras tenían cerebros sometidos a productos químicos para demostrar que los sentimientos son moléculas traviesas. Finalmente, por encima de todas, aquellas máquinas que creaban sumas, multiplicaciones, derivadas, integrales y, en general, todas las leyes matemáticas. La energía era suministrada a las máquinas desde un generador central que funcionaba con la sangre de animales vivos, vacas, cerdos, cabras, o incluso algún ser humano de clase baja, que eran descuartizados en el momento por métodos optimizados mediante sucesivos estudios.

    En la parte posterior de la fábrica había una puerta que daba a una gran extensión de cemento donde tiraban a los animales y las personas descuartizados una vez se les había extraído toda la sangre. A su lado había un hombre con lágrimas en los ojos, arrodillado, postrado ante tal barbarie. Con los puños cerrados, recitaba sus versos al viento y a todos aquellos que no querían escucharle.

    Debajo de las multiplicaciones
    hay una gota de sangre de pato.
    Debajo de las divisiones
    hay una gota de sangre de marinero.
    Existen las montañas, lo sé.
    Y los anteojos para la sabiduría,
    lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
    He venido para ver la turbia sangre.
    Los terribles alaridos de las vacas estrujadas
    llenan de dolor el valle
    donde el Hudson se emborracha con aceite.
    Yo denuncio a toda la gente
    que ignora la otra mitad,
    la mitad irredimible.
    Os escupo a la cara.
    No es el infierno, es la calle.
    No es la muerte, es la tienda de frutas.
    ¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?
    ¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
    que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?
    No, no; yo denuncio,
    yo denuncio la conjura
    de estas desiertas oficinas
    que no radian las agonías,
    que borran los programas de la selva,
    y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas
    cuando sus gritos llenan el valle
    donde el Hudson se emborracha con aceite.*

    Terminó su poema pero nadie le había escuchado. Le pegaron un tiro y su cuerpo cayó sin hacer ruido. Fue comido por las vacas estrujadas.

    Lucas continuó andando. Llegó entonces a una explanada de cemento cubierta por una multitud de personas que asentían al unísono. Subido en una tarima, un hombre serio con traje y corbata gritaba y gesticulaba. Lucas se acercó a esas personas. Asentían sin saber por qué. No escuchaban porque no tenían oídos. No miraban porque su mirada se había perdido hacía al menos un siglo. Estaban muertos por dentro pero seguían asintiendo, dando palmadas de vez en cuando. El señor que gesticulaba y gritaba no decía nada en realidad. Pero ellos asentían. No tenían oídos y su mirada se había perdido, así que no podían saberlo. El señor sobre la tarima sonreía maliciosamente, regodeándose en su éxito. Mientras continuaba su pretendidamente emotivo discurso vacío, otros hombres que parecían réplicas suyas se acercaron desde detrás a la muchedumbre y les robaron sus carteras. Después también los papeles de sus coches, de sus pisos, les robaron incluso la identidad. Pero ellos estaban ensimismados con el discurso que no podían oír ni ver de un hombre vacío que les robaba, así que no se dieron cuenta.

    Lucas continuó andando y volvió a encontrarse frente a sus pies un pájaro muerto. Debía haber muerto hacía mucho tiempo porque sólo quedaba el polvo de sus huesos. Pero sabía que era un pájaro porque el polvo de sus huesos había permanecido en el suelo dibujando una silueta de pájaro. Tenía el cuerpo atravesado por una flecha con plumas de uranio, de la que colgaba un mensaje entre amarillento y grisáceo.

    Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. Hoy. HOY. ¡HOY!

    -Eh, tío. Tío. Vamos, despierta.

    Lucas notó cómo lo abofeteaban y abrió los ojos. Tenía la frente sudorosa y ardiendo y la cabeza embotada.

    -Buf, menos mal, vaya susto nos has dado, macho. ¿Estás bien?

    Lucas no respondió a su pregunta. Con la mirada perdida, sin escuchar, se respondió a sí mismo.

    -Ya lo he comprendido. No es hoy, es mañana.


*Fragmentos disjuntos del poema “Oficina y denuncia” de Federico García Lorca.

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