miércoles, 30 de julio de 2008

Diario de un asesino arrepentido - 17 de agosto, 2008

Aún en vacaciones, me propuse a seguir mi relato, el primero que hacía con capítulos.


17 de agosto, 2008


Mi anterior asesinato había sido demasiado fácil, incluso aburrido. Me propuse uno algo más complicado. Estaba en un rincón oscuro, mirando la gente que pasaba por la calle, cuando, de repente, pasó alguien distinto. Sí, era distinto, pues no llevaba aquella típica mueca mañanera de desagrado porque el despertador te hubiera arrancado de aquel sueño que tanto te hubiera apetecido continuar, sino que te incitaba a levantarte e ir al trabajo, a ese fastidioso y aburrido trabajo. No, aquel hombre, avanzaba por esta gris avenida con una sonrisa en la boca. ¿Por qué sería? ¿Estaría contento simplemente por ir a trabajar? La verdad, mucho no me importa, ya he elegido una nueva víctima. Esa sonrisa tan atípica me ha echo sentir unas ganas enormes de acabar con él. Con él, por ser distinto, por ser feliz.

Le seguí, una sombra entre otras tantas, todo aquel día. Me enteré de su nombre: Sergio Pérez. No podían haber encontrado un apellido menos idóneo, muy común, para una persona muy distinta. También descubrí el por qué de aquella sonrisa: al parecer, le gustaba mucho su trabajo, un cargo importante en el diseño de coches deportivos. No lo descubrí por interés ni nada parecido, simplemente, al investigar sobre otras cosas como su nombre o su alojamiento no pude menos que enterarme.

Ya de noche, a las 9 más concretamente, salí tras él de su trabajo. Volvía a casa tras una jornada agotadora, por lo que me aproveché de su ritmo lento y llegué a su casa antes que él. Como sabía que iba a tardar, decidí ir avanzando (lo de esperar no iba conmigo) y, disimuladamente, me colé en el edificio tras un vecino suyo. Dejé que este subiera en el cómodo ascensor y subí por las escaleras, que mucho más discretas y silenciosas si se subía con cuidado, eran mucho más de mi tipo. Llegué al tercer piso, esperé a que el vecino entrara en su casa en el quinto, por si acaso oía algo y saqué un sencillo alambre con el la puerta no opuso resistencia a ser abierta. Una vez dentro, sin prisa pero sin pausa ya que sabía que Sergio no tardaría mucho en llegar, volví a echar el cerrojo con el alambre y simplemente, esperé al lado de la puerta a que llegara. Pasados apenas dos minutos, oí al ascensor moverse. Como yo suponía, subió hasta el tercer piso, pero, para mi sorpresa, Sergio salió acompañado de un amigo (que luego descubriría que se llamaba Jorge) y se dispuso a entrar. Mis neuronas se esforzaron por encontrar la mejor forma de realizar con lo que me llevaba entre manos. Sin duda, debería acabar también con el desgraciado amigo de Sergio.

Abrió la puerta y se dispusieron a entrar. Yo totalmente en tensión, salté hacia ellos, introduciéndole un trapo a cada uno en la boca precedido de una pastilla de somnífero. Inmediatamente, cuando aún las víctimas no se habían recuperado del susto y el somnífero no había hecho efecto, puse mi cuchillo presionando levemente en el cuello de Sergio, de tal manera que calló alguna gota de sangre y agarre a su amigo del cuello para que no intentara ninguna estúpida acción heroica para salvar a su amigo o a sí mismo. Así, se fueron calmando y cayeron en un sueño del que no volverían a despertarse. Consciente de que aún duraría el efecto del somnífero, arrastre a ambos a la cocina, sin ver la necesidad de darles muerte aún, mientras acababa de poner a punto mi plan, que en el último momento había tenido que ser cambiado, aunque posiblemente para bien.

Empecé con Sergio. Para ahorrarle sufrimiento, le hice una raja en el cuello que le dio una muerte rápida. Con un cuchillo algo más grande, terminé de rebanarle el cuello. Cogí con suavidad la cabeza y la guardé en el congelador. Sin más, volví de nuevo al cuerpo. Le separé las extremidades del tronco, el cual introduje en la lavadora. Después de limpiarme las manos de sangre, puse sobre la mesa un mantel, dos vasos, dos platos, dos cuchillos y dos tenedores. Una perfecta cena para dos: Sergio y su amigo. Las extremidades que habían quedado del primero, las corté en trocitos y las repartí por ambos platos. Llené los vasos de la sangre que se había vertido y se seguía vertiendo. Ya estaba lista del todo la cena. Después, me volví hacia el amigo de Sergio.

-Pobre, ¿quién te mandará venir hoy? -le comenté aunque sabía que no me oía.

Sin más, le clavé el cuchillo con el que había hecho todo en el corazón e hice que sus manos lo rodearan. Mañana, para la policía, sería un típico asesinato en el que primero se acaba con la víctima y luego se recurre al propio suicidio. Lavé mis manos enfundadas (cómo no) en guantes y salí de la casa, dejando la puerta abierta para facilitar que descubrieran los cadáveres.

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